…y una caja de condones.

¡Cuánto daño ha hecho Hollywood a quienes sin llegar a pusilánimes no pasamos de apocados! Sí, a ésos a quienes la gabardina no nos sienta nada bien y que somos incapaces de sostener el pitillo con la gracia de James Cagney o el porte de Gable. Había conocido a Paquita y empezamos a salir al cabo de poco. A los pocos días del noviazgo, un viernes por la tarde, armado de valor y un par de billetes de los grandes, decidí acercarme a la farmacia a por una caja de condones. Apostado en la esquina, a escasos metros del establecimiento, esperé el momento más oportuno para cuando ya pareciera no quedar ningún cliente dentro entrar yo. La dependienta, una mujer de mediana edad, creo que se dio cuenta de lo transcendental del momento, porque esbozó una sonrisa ni demasiado marcada ni tampoco escueta, como tratando de hacer fácil lo imposible, y tras darme las buenas tardes dijo de manera muy amable: «Pues bien, tú dirás». Me pareció que soltarle a bocajarro, como quien remata a gol con la puntera de la bota, que lo que quería era una caja de condones, no eran maneras. A pesar de que desde chaval sentía profunda admiración por el fútbol recio y directo que se practicaba en las Islas Británicas, siempre me fascinó más que cualquier otro aquel tan minucioso y afinado, de salón casi, de los brasileños. Las maneras, a mí, lo mismo que a Jairzinho, a Tostao o a O Rei, me importaban y mucho. Claro que también barrunté atacar la cuestión como hubiese hecho Humphrey Bogart, y largarle con soltura: «Una caja de condones, muñeca», arqueando una ceja, con el pitillo pendiendo de la comisura de los labios y enfundado en una gabardina, ésa que jamás me sentó bien, aunque en esa ocasión fuese tan sólo porque en pleno agosto y a treinta y tantos grados todo desaconsejaba la prenda. Pero sin arrojos suficientes, opté por interpretar un papel más a mi medida, así que empecé por encargar una caja de aspirinas, de las efervescentes, ibuprofeno, pastillas con licodaína para chupar Strepsils, un botecito de mercromina, agua oxigenada y hasta un cepillo de dientes de repuesto. Cuando por fin di por terminada la lista de cosas que podían hacerme falta estuve por empezar con la de los reyes Godos, que me sabía a pies juntillas, pero eso solamente iba a retardar lo inevitable, por lo que sólo al final musité con un hilo de voz que una caja de preservativos. «Los condones en caja de cuántos», soltó a quemarropa la dependienta emulando al mismísimo Clint Eastwood, sin darme tiempo más que para recibir el balazo. ¡Cómo iba a saberlo! ¿Acaso tenía pinta de ganarme la vida  manufacturando condones en la industria del profiláctico de látex? ¿Cómo demonios iba a imaginar que existían distintas presentaciones del producto? Suponía que no los venderían a granel, aunque ni de eso estaba seguro; mucho más allá no tenía ni la más remota idea de cómo empaquetarían los dichosos condones. Hasta estuve tentado de pedirle solamente un par de ellos. Recuerdo cómo mi padre nos había contado en más de una ocasión que de mozo así compraba él los cigarrillos a la estanquera: de dos en dos; sueltos; pero de nuevo, ya se sabe, una vez más las fechas, el tiempo, siempre limitándolo todo. Hoy a mi padre, de seguir fumando, no le hubiera quedado más remedio que hacerse con el paquete entero. Inconvenientes de la globalización. De haberme creído capaz de dibujar una sonrisa como la de George Clooney hubiese podido salir al paso con una frase mordaz del estilo de «póngame dos docenas»; pero la verdad es que sin su planta hubiese parecido un auténtico cretino. De nuevo me incliné por seguir siendo prudente y pregunté a mi vez por las distintas opciones. «Tres, seis o doce.» Tres me parecieron ya muchos y doce directamente ciencia ficción. Aunque inexperto en las lides del uso y disfrute del condón, ya había leído a Aristóteles, por lo que no me resultó difícil decidirme por el término medio, donde esperaba hallar como el Estagirita la virtud, y pedí la de seis. «Natural, ultra sensitivo, retardante, extra seguro, confort o sensación intensa.» ¡No podía ser cierto, me estaba tomando el pelo! Ya no sabía si aquello era un chiste o una pesadilla. Sólo quería comprar un condón, estaba a punto de llevarme media farmacia y para colmo lo único que anhelaba no había manera de poder conseguirlo. Empezaba a sospechar que la farmacéutica pertenecía a alguna facción activista del Opus Dei o que hacía falta un máster en condonología para lograr hacerse con una cajita de preservativos; el caso es que la dependienta consiguió la nada fácil proeza de acabar con mi paciencia. «Mire, váyanse usted, los condones y hasta Paquita a la mierda», le dije, y me largué de allí dando un portazo. Ese fin de semana lo pasé entero en la biblioteca aprendiendo cuanto hay que saber del fabuloso mundo del condón y su circunstancia. Ni Aristóteles ni Ortega y Gasset pudieron ayudarme gran cosa, pero no fue difícil dar con suficientes publicaciones a propósito del asunto como para acabar convirtiéndome en poco menos que un experto. Al cabo de un par de días pude volver a la farmacia y hacerme con una caja de la nueva presentación de veinticuatro condones máximo placer de la marca Durex, ahorrándome la lista de cosas que maldita falta me hacían y tener que recitar la de los reyes Godos. Sobrarían algunos, bastantes en realidad, prácticamente todos, vaya, pero creo que ésa fue la única vez que de verdad me sentí casi como Cary Grant cuando en Historias de Filadelfia, encarnando al ex marido de Tracy Lord, a quien daba vida una magnífica Katharine Hepburn, lograba en cada escena sacarle de sus casillas sin perder jamás un ápice de ese temple que nadie mejor que él supo llevar a la gran pantalla. Pues así servidor en mi segunda visita a la farmacia. Exactamente así.

Phil O’Hara

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2 pensamientos en “…y una caja de condones.

  1. Bien por usted, que supo estar en su sitio y no dejarse intimidar. Pero no creo que la farmacéutica fuese del Opus ni se estuviese quedando con usted. Yo sí que topé una vez con una de esas, que tras formular mi petición de una caja de preservativos, me espetó: «De esas cosas aquí no tenemos». Oído lo cual, me encogí de hombros, adopté una pose lo más compungida posible y musité con aire resignado: «Bueno, entonces póngame una barra de pan y una bolsa de leche».

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