El espíritu de la Navidad.

Todavía hay quien no cree en el espíritu de la Navidad. Incluso hay quien directamente no cree que existan los espíritus o por lo menos cree que no debieran existir. Yo en cambio soy de los que sí creo en él; en ellos. ¿Cuándo di con esa certeza? Fue unas Navidades, no hará más de cien años. Sorprendentemente las recuerdo con claridad, quizá porque fueron horribles: mayor cúmulo de despropósitos y de infortunios muy difícilmente pueden volverse a repetir. Todo pareció conjurarse esa Navidad contra el normal devenir de las cosas; contra el mismísimo espíritu benéfico que quienes creemos en él presuponemos debiera cubrir, como un manto sin límites, todo cuanto acontece desde mediado diciembre hasta el día después de Reyes. El problema de muchos es que no han leído a Dickens. Aunque a quienes sí hemos leído al autor de Cuentos de Navidad no se nos escapa, a pesar del espíritu navideño, que una cosa son la paz y la fraternal felicidad que destilan estas fechas y otra muy distinta que deba caernos bien todo el mundo, hasta nuestro jefe. Adversidades como ésa no empañan el común sentir de los mortales de esta parte del globo que creemos en el espíritu navideño: la Navidad es entrañable aunque año tras año, incluso cuando juegas, siga sin tocarte ni la pedrea.

Aquella Navidad, por un azar inexplicable o quién sabe si por un terrible error, sucedió que el dependiente del FNAC envolvió lo que se suponía debía ser una cinta del cine negro de los años cincuenta y que resultó ser «Menudo polvorón tiene la vecina», que ni era de los años cincuenta ni tampoco ningún clásico -ni tan siquiera del cine para adultos-, y que era el regalo para mi querida cuñada. ¿Podían ir las cosas a peor? Por supuesto que sí; todavía podían empeorar. Y empeoraron con la cena de Nochebuena: el atracón, ese empacho imperdonable, injustificable, a todas luces injustificable que únicamente yo sufrí porque yo fui el único descerebrado que no supe ni quise poner coto a semejante despropósito (¿no tuvo acaso que ver con el episodio del regalo a mi cuñada, una especie de castigo o penitencia?) sino que deglutí como un vulgar poseso aquella sarta de entrantes, de primeros luego y segundos y terceros platos después, postres y dulces ya casi al final, justo antes de los turrones y de las peladillas y de los polvorones y de los roscos de vino y los alfajores; tan sólo yo empecé no repentinamente, sino de forma gradual, aunque el proceso se desarrolló a una velocidad diría que cercana a la de la luz, a sentirme algo mal primero, peor después y muy pero que muy mal más tarde, fatal casi, hasta el punto preciso que tuve que soportar a la familia maltratando uno tras otro todos los villancicos, los que conocía y los que no había escuchado hasta entonces jamás, desde el cuarto de baño, sentado en la taza del váter, muriéndome literalmente por los retorcijones del empacho, del atracón.

Pero como no suelen haber dos sin tres aún tuvimos -digo bien: si lo de mis tripas fue algo que afectó poco al resto, solo colateralmente, y eso es mucho conceder, lo del belén causó mayor efecto en buena parte de la familia- un episodio más digno de mención. Recuerdo la furia exacerbada que mostró mi suegra, por ejemplo. El odio que fue acumulando ese ser desde el mismo momento que cruzó el umbral de la puerta y se acercó al nacimiento puesto junto al árbol en el salón podía fácilmente adivinarse tras aquella falsa cara vagamente angelical que no era más que una pose. El culpable y a la vez destinatario de tanta bilis no era otro que su yerno; o sea yo, por haberles permitido a sus nietos llevar a cabo una interpretación acaso demasiado libre de la tradicional representación del belén. Que yo no hubiera dado a la ocurrencia de los chicos la importancia que según mi suegra merecía y me conformase por pusilánime a decir de ella creyendo que se trataba de cosas de niños, que no era para tanto, no le pareció nada bien. Que Juan, el menor, se hubiese emperrado en que su colección de dinosaurios debía formar parte de la representación no era a todas luces, empero, una tragedia. Quizá sí fue excesivo que le permitiésemos substituir al buey por Rex, el tiranosaurus de Toy Story. Que Spiderman usurpase el papel reservado a la figura de San José también puedo hoy, con el tiempo, admitir que se trató de un error. Lo que de verdad fastidió a mi suegra, creo, fue que al mayor se le hubiese ido la mano. Si uno era de natural detallista -y mi suegra lo era- y le daba por lo tanto por fijarse en los detalles, podía observar más de una y más de dos escenas de sodomía cuya evidencia, por lo demás no tan sólo implícita, resultaba sospechosamente incuestionable. Sea como fuere comprendo que no le pareciera del todo bien y que si podía disculpar a las pobres criaturas que al fin y al cabo eran sus nietos -recriminarle a la mujer que no hubiese sido capaz de alabar su creatividad no fue por mi parte realista- no estaba en absoluto dispuesta a ser tan indulgente conmigo. Tampoco la culpo por ello. Si incluso el pobre Scrooge acabó imbuido por el espíritu de la Navidad, no veía por qué a mi suegra algún día no iba a sucederle parecido. Debía seguir confiando en su indulgencia, en su perdón.

Una Navidad digna casi de Tim Burton no logró deslustrar el poder que sigue ejerciendo en quienes creemos que existe un espíritu que baña estas fechas; espíritu que llega a manifestarse incluso si ya no se ponen el belén ni el árbol; con poner algo de sentido común a la cena de Nochebuena y descartar hacerse con un regalo en el FNAC da para que a uno no tengan que afearle gran cosa. Si además encuentras algo de tiempo para releer a Dickens puedes perdonar hasta que te siga sin tocar el Gordo, a cambio de hacer para el año próximo, eso sí, propósito de comprar un décimo; que algo de tu parte tendrás que poner, aunque sea Navidad.

Phil O’Hara

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2 pensamientos en “El espíritu de la Navidad.

  1. Creo que el decorado de su belén hubiese sido inmejorable si le hubieran añadido una figura de usted mismo haciendo de «caganer». Creo que incluso alguien con tan poco sentido del humor como su suegra hubiera celebrado la ocurrencia, tratándose de alguien tan predispuesto por naturaleza a cagarla en las cenas de Nochebuena. Le deseo una feliz Navidad, querido Phil, y espero que el próximo año nos toque por lo menos el reintegro de la lotería, que lo del gordo va a ser mucho pedir.

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  2. Phil O'Hara dice:

    Gracias y ánimo, que ya queda menos para poder celebrar unas Navidades juntos. En el noroeste peninsular, por supuesto. Huelga decirlo. Feliz Navidad, Jardiel.

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