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Cinco rostros en un lienzo con freno y marcha atrás

El periodista radiofónico Carlos Alsina, en su programa La brújula de Onda Cero, hizo gala de su finísimo sentido de la ironía, profundamente británico, cuando comparó el magnífico retrato de la familia real, pintado por el célebre artista Antonio López García a lo largo de los últimos veinte años, con un reverso del retrato de Dorian Gray, puesto que en este caso es la propia familia real la que ha sufrido el deterioro inevitable del tiempo, mientras que el cuadro ha permanecido siempre joven (y así habrá de permanecer). Puede que alguien diga que para hacer este razonamiento no es preciso quedarse calvos de tanto pensar, pues tal cosa es lo que más o menos nos sucede al común de los mortales. Quién no ha sentido una punzada de nostalgia, mezclada con asombro, al contemplarse a sí mismo veinte años más joven en tal foto o en tal película de vídeo “¿Pero de verdad estaba yo tan delgado y tenía tanto pelo?”, hemos exclamado más de uno estúpidamente. Pero creo que la ironía de Alsina va mucho más allá de lo obvio.

Porque, de algún modo, toda España podría verse retratada en el lienzo de Antonio López. Bien podría considerarse al mismo como metáfora de una España segura de sí misma y de sus valores, que ahora comienza a agrietarse y a desmoronarse por doquier al fallarle los pies de barro. El desprestigio de la familia real no solo afecta a los cinco rostros del cuadro, con el que suponemos que a duras penas lograrán identificarse, sino que en él podemos también vernos reflejados aquella España que un día se creyó ingenuamente dueña de su propio destino y protegida por un aura de invulnerabilidad. Esa España idiota y autocomplaciente de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla, que bien podría haber elegido por lema la frase con que se autodefinió Lope de Vega: “Yo me sucedo a mí mismo”. Personalmente, soy más bien de la escuela de Quevedo o Cervantes, quien glosó de este modo en un magnífico soneto poco conocido las palabras jactanciosas y huecas pronunciadas por el Miles Gloriosus: “Fuese y no hubo nada”. Un poco como los hijos de aquella España que iba tan bien y de la cultura del pelotazo, Cervantes fue una mente lúcida a quien le tocó vivir los últimos años de grandeza de un imperio que brillaba, eso sí, aunque con los destellos del oropel y el papel de celofán. La diferencia es que él lo supo ver, anticipándose al desastre inminente.

Llegados a este punto, uno se pregunta si el poeta tendría razón al decir: “Cuán presto se va el placer/cómo, después de acordado/da dolor/Cómo a nuestro parecer/cualquiera tiempo pasado/fue mejor”. Antes de precipitarnos en la respuesta, conviene que nos fijemos en que Jorge Manrique dice “a nuestro parecer”. Porque, efectivamente, la ensoñación nostálgica tiene mucho de espejismo. La memoria es el gran impostor que nos hace anhelar no solo un futuro, sino también un pasado mejor, que nos dé margen para creer que no toda nuestra existencia ha sido perfectamente miserable. Los años del AVE y la Expo lo fueron también de una corrupción sin precedentes (recuérdense los casos de Luis Roldán, Mariano Rubio, Filesa, el GAL y un larguísimo etcétera), en que el felipismo amenazaba con convertirse en un régimen personalista, con claras connotaciones caudillistas, donde el despotismo ilustrado se había visto desplazado por el despotismo analfabeto de aquel presidente de infausto recuerdo y su igualmente infausta camarilla de pesebreros. Si acaso, existía la esperanza de poder recomponer el modelo utilizando sus propios mecanismos internos, ilusión que parece habernos abandonado a día de hoy. Dada la relevancia de la fecha, creo que estas son algunas de las reflexiones que deberíamos plantearnos.

Por cierto, un último aviso para navegantes que no hayan leído la magnífica novela de Oscar Wilde. Al final, Dorian Gray, lleno de odio hacia el cuadro, decide apuñalarlo, sin darse cuenta de que se está matando a sí mismo. El resultado es el restablecimiento de la normalidad: el cuadro vuelve a ser un simple cuadro, mientras Dorian Gray yace en el suelo, amojamado y avejentado, para sorpresa y horror de los demás personajes. Sírvanos de lección: los espejismos pueden disfrazar la verdad durante algún tiempo, pero al final ésta siempre termina abriéndose paso con tremenda brutalidad. Y los espejismos tornándose en espejos. No precisamente mágicos.

Jardiel Poncela

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