Nací con estenosis de píloro y una extraña fijación por Dakota; se mire por donde se mire, ninguna de las dos cosas auguraba nada bueno. Siendo niño, vayan ustedes a saber por qué, Dakota se convirtió en mi paradigma de la tierra prometida, y yo quería pisar ese lugar. Dakota no se hallaba cerca de Santander; estaba más allá, allende todo, en la lejana América. Poblada por indios sioux, por apaches y por comanches, me aguardaban allí increíbles aventuras que aquí se me negaban. Recorrer verdes praderas a caballo, pelear a puñetazo limpio con un estúpido rostro pálido, entablar lazos de amistad tan profunda que había que sellar en sangre o que Nube Roja, el joven y valeroso piel roja con respuestas a todo se convirtiese en tu hermano, eso solamente podía suceder en Dakota.
A los nueve años, en uno de esos paseos que de vez en cuando daba con mi abuelo Adrián, me contó lo mucho que quería su tierra: «Por mucho que busques -me dijo- no hallarás lugar en el mundo más precioso que Berria». «Eso es mentira -dije yo-, Dakota es mucho mejor». No fue el coscorrón que con su recia mano de montañés me arreó lo que me dolió, sino que mi abuelo ignorase que Dakota era la leche. Lo que era en Santoña, sólo habían abuelos como él y niños como yo; y Berria era una playa, muy bella, bañada por un frío mar de intenso azul; pero sin rastro de caballos ni de indios. El cabreo, siendo ya desde temprana edad persona muy sentida, debió durarme un buen trecho, por lo menos hasta la Plaza de San Antonio, donde mi abuelo me invitó a un mantecado para sellar la paz de nuevo entre los dos.
Después, sin ser un gran viajero, he alcanzado a ver algo de mundo. No he puesto los pies en Dakota ni probablemente los pondré ya; pero pude ver algún paisaje ciertamente interesante y me esforcé por imbuirme de cuanto ofrecía: formas bellas, colores distintos, penetrantes olores, construcciones singulares, costumbres extrañas. Hasta que me di cuenta de que paisajes como aquellos los hay también aquí y en cualquier lugar; hasta que comprendí que el interés por los lugares lo otorgan la mirada atenta y el querer. Y me acordé de aquel paseo con mi abuelo Adrián. ¡Cuánta razón tenía! Desde entonces no viajo más allá de las calles que rodean donde vivo. Ya no me hace falta Dakota; sé que Dakota también se encuentra cerca de aquí.
Phil O’Hara
Yo he estado en Minnesota (al ladito mismo de Dakota) y puedo atestiguar que te estuvo bien empleado el coscorrón. Entre Santoña y Dakota no hay color, vaya.
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Seguro; pero los condenados yanquis le pusieron un nombre bien chulo: «Dakota». ¡Si es que suena bien, joder!
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Error: el nombre no es yanqui, sino indio. De los indios dakotas…
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Pues más a mi favor, don Jardiel; más a mi favor.
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¿Y no será de los dakotas de Laredo?
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