Aquella mañana de primeros de abril –demasiado fría para la época del año- un sol rosáceo y tibio despuntaba perezosamente por detrás de los pináculos de la Catedral, con todo el aspecto de una bandera izada por un brazo torpe. Su luz pálida y atenuada hirió en el rostro a Juan, tumbado cuan largo era sobre uno de los bancos de la plazoleta de Antonio González de Lama. Tras restregarse los párpados con desgana, miró a lo alto y le sorprendió ver un cielo tan azul, pues no había parado de llover durante los últimos días y, aunque fuera inevitable sentir el gélido azote del aire de la madrugada en el rostro, por lo menos, pensó Juan, era de agradecer el que ese frío no viniera acompañado de la insoportable humedad propia del clima atlántico, que penetraba hasta el mismo tuétano del hueso. Total, uno acababa conformándose con poco en aquella ciudad de clima inhóspito, donde casi no existía la primavera.
Mientras se incorporaba y desentumecía los músculos del cuerpo, Juan se esforzaba a duras penas por hacer lo mismo con los de la mente, intentando recordar cómo había llegado hasta allí. Independientemente de las copas que se había calzado, lo cierto es que la cadena de acontecimientos se había desarrollado tan vertiginosamente que resultaba prácticamente imposible digerir éstos. En pocas semanas le habían echado del trabajo y le habían echado de casa, sin que a nadie pareciera preocuparle lo más mínimo cómo iba a arreglárselas, sin otro ingreso que el del subsidio por desempleo, para pagar la mitad de la hipoteca del piso que compartiera con su ex–mujer, la pensión alimenticia por el cuidado de sus dos hijos y el alquiler del mísero cuartucho con derecho a cocina donde vivía ahora. Le había parecido que lo más sensato era prescindir del cuartucho y dormir a la intemperie, decisión que tomara la víspera, aunque rápidamente cayese en la cuenta de que era muy difícil soportar una noche al raso en las calles de León, con sus inclementes heladas. Ello le indujo a emprender su prolongado periplo etílico por los bares y pubs del Húmedo, pese a que no fuera, ni mucho menos, un alcohólico compulsivo.
Juan se puso por fin en pie, sin saber muy bien a dónde ir. Sus piernas le llevaron maquinalmente al Puente de los Leones, que cruzaba de lado a lado un río Bernesga desusadamente crecido por las abundantes lluvias de los últimos meses. Juan se detuvo y apoyó sus manos sobre el pretil, sintiéndose embargado por el frenético flujo de las aguas enlodadas, que parecían invitarlo a dejarse engullir por ellas. Sin que casi se diera cuenta, asomó a su semblante una media sonrisa teñida de sarcasmo. Pensaba en lo grotesco que resultaría el espectáculo de verse a sí mismo manoteando en la corriente. La escena le parecía más propia de un teatro de guiñol para niños que de una tragedia clásica. Era un alarde de vanidad ingenuo imaginar el suicidio como un acto revestido de una aureola de solemnidad. Él no era James Stewart en ¡Qué bello es vivir! Ningún ángel se iba a tomar la molestia de venir a salvarle en el último momento. Ni de lejos se consideraba tan importante. Hacía tiempo que tanto Dios como los hombres se habían olvidado de él.
Una vez descartada la opción de inmolarse en las aguas del Bernesga, cayó en la cuenta de que tenía hambre. Comer algo, pensó, sería el mejor antídoto para la resaca. De modo que enfiló sus pasos hacia la cercana estación de Renfe, cuyo bar sería con toda probabilidad el único abierto en la ciudad a esas horas. El confortable calorcito que reinaba en el vestíbulo era lo más parecido a una caricia, que él agradeció sobremanera. Su único temor era el que su barba desaseada y su ropa desgastada le dieran apariencia de mendigo e indujeran al guardia jurado de la estación a echarle también de allí. Afortunadamente tal circunstancia no se produjo. La gente era tolerante con los mendigos, siempre y cuando no se acercaran a menos de diez metros.
Animado por estos pensamientos se acercó decidido hasta la barra, exhibiendo un arrugado billete de cinco euros –el último que le quedaba- como aval de que no venía a mendigar. El camarero le preguntó, en un tono sumamente displicente, qué iba a tomar. Entonces recordó Juan que era domingo y que, cuando era niño, su madre solía prepararle los domingos chocolate con churros para el desayuno. Así que, aquejado por una punzada de nostalgia, los pidió. “No tenemos chocolate”, se apresuró a advertir el camarero, con la misma celeridad con que desenfunda Clint Eastwood su colt en La muerte tenía un precio. “Tiene que ser café”, puntualizó hoscamente el camarero. Tras balbucear un “bueno” casi inaudible, Juan pensó en cómo se cebaba inexplicablemente en él la mala suerte. Hasta un placer tan sencillo como éste se le negaba. “Café con churros”, murmuró con desagrado. Le parecía una combinación al menos tan absurda como si dijéramos, por ejemplo, patatas con mermelada. Mientras mojaba con desgana el primer churro en el café no demasiado caliente, Juan sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos. Pensaba en el chocolate de su madre, en los domingos de la infancia, cuando todo era puro y tenía una vida por delante, y en lo mucho que se le habían complicado las cosas ahora. Se le hizo como un nudo en el estómago y su hambre despareció de repente, para dar paso a un inmenso cansancio. El agotamiento le había devorado con la rapidez de un tsunami, como si de golpe le hubieran caído veinte años encima. Apartó con gesto lánguido la taza y los churros incoherentes, se acodó en la barra, apoyó la cabeza en las manos y se quedó dormido.
Puesto que había empeñado el reloj, Juan no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había permanecido adormilado. Puede que fueran minutos o tal vez horas. Le vino a sacar de su sopor el pesado tacto de la manaza del guardia jurado sobre su hombro, quien le había dicho que ahí no se podía dormir en un tono bastante cortante, como el que se emplea para decir “Aquí no se admiten perros”. Juan se incorporó sobresaltado, parpadeó varias veces y, amedrentado por la musculosa humanidad del armario que tenía enfrente, balbuceó torpemente una excusa, pagó su consumición y abandonó el local, de nuevo sin saber a dónde dirigirse.
Su andar errabundo le condujo de nuevo hasta las inmediaciones de la Catedral donde, para su sorpresa, se había formado una aglomeración considerable. Luego oyó, procedente de la cercana calle Varillas, un repicar de tambores con cierto aire patibulario, seguido de una marcha con hechuras militares en la que se alternaban cornetas y gaitas. Inmediatamente vio emerger por la boca de la citada calle Varillas la figura –absolutamente imponente y majestuosa- de un Cristo resucitado, acompañado de un ángel y de dos soldados romanos que yacían conmocionados a sus pies, sin dar crédito a lo que veían. La imagen venía escoltada por una banda musical de nazarenos o cofrades –“papones” los llamaban por aquellas latitudes- vestidos con túnica blanca, zapato negro, capa y capucha de raso morado. Les seguían dos filas paralelas de cofrades ataviados de forma similar, sólo que añadían a su indumentaria guantes blancos de algodón y un capirote alto de terciopelo, a juego con la capa. Éstos portaban una cruz morada de metal –de tamaño proporcional a la altura de cada uno de los cofrades- en la mano contraria a la de la acera junto a la que fueran desfilando. Cerraba la comitiva una banda de porte severo y elegante, integrada por todo tipo de instrumentos de la familia del metal, y ataviada con túnica de terciopelo rojo, capirote alto de color blanco y capa de raso negro, en la que aparecían tres cruces bordadas con hilo de oro. Juan nunca había sido hombre religioso ni simpatizado con las procesiones de Semana Santa, que siempre le habían parecido investidas de un cierto aire medieval, pero en esta ocasión no pudo reprimir la curiosidad y, a falta de otra cosa mejor que hacer, se animó a seguir al cortejo procesional según enfilaba éste la calle Sierra Pambley.
Tan pronto como el último de los papones hizo su entrada en la Plaza de Regla, un policía municipal se apresuró a cerrar el paso a la misma mediante la colocación de una valla metálica, al tiempo que se dirigía a la multitud en un tono que no admitía réplica. “De aquí no se puede pasar”, sentenció el representante del orden, marcial e inescrutable a través de sus gafas de sol. Su complexión atlética y sus facciones adustas le daban un aire harto similar al guardia jurado de la estación, lo cual le llevó a Juan a preguntarse si los fabricarían en serie en alguna cadena de montaje. En cualquier caso, el acatamiento de la orden no supuso demasiado trastorno para Juan, pues era de estatura más bien elevada y, con tan sólo estirar ligeramente el cuello, podía abarcar la escena tranquilamente por encima del mar de cabezas. Juan observó que, por el extremo opuesto de la plaza hacía su aparición otro grupo escultórico integrado por tres figuras femeninas –la del medio, ataviada con un manto negro, correspondiente a la Virgen María-, en esta ocasión portado a hombros por unos cofrades que lo mecían acompasadamente, siguiendo el ritmo de la banda de música que asimismo lo acompañaba –austero hábito negro, con alamares y escudo morados. Al doblar la esquina de la plaza, la música cesaba repentinamente y los dos pasos avanzaban el uno hacia el otro, hasta quedar frente a frente. Luego se detenían y uno de los papones, ayudado por sus compañeros, se encaramaba al paso de las tres Marías y procedía a despojar a la Virgen de su manto negro –llevaba otro blanco debajo- y a ceñir su frente con una corona. El silencio en la plaza era tan intenso, pese al gentío, que casi se podía cortar con un bisturí. Fue entonces cuando, de modo inexplicable, Juan sintió un estremecimiento.
En ese momento empezó a sonar, vibrante e imperiosa, la voz del orador por el equipo de megafonía. Juan no prestó demasiada atención al discurso, en el que se hacían una serie de reflexiones teológicas acerca del milagro de la Resurrección, intercalando la lectura de algunos pasajes evangélicos, pero sí que se sintió extrañamente conmovido por el timbre, cautivador y persuasivo, de aquella voz, que imprimía a sus palabras un crescendo emocional que, lejos de resultar histriónico, constituía la antesala idónea para el clímax que se avecinaba. “¡Leoneses, Cristo ha resucitado!”, exclamaba jubilosa la voz al término de la alocución, al tiempo que los papones se descubrían, las campanas de la Catedral tocaban a rebato y las bandas de música de las cofradías, calladas hasta ese momento, rompían a tocar con alborozo mientras los braceros “bailaban” el paso con alegría aparentemente desbordada, pero sin perder en ningún momento su impecable coordinación en el medio de aquel estallido de júbilo y gloria.
Juan miró a lo alto y vio a una bandada de palomas surcar los cielos en aquella límpida mañana de Domingo de Pascua. Y sus ojos se inundaron de lágrimas, esta vez de gozo. Porque supo que, por fin, había empezado en León la primavera.
Jardiel Poncela