Hay momentos en la vida ciertamente venturosos, en los que te sientes salvado por la campana. Llevaba toda la semana preguntándome de qué puñetas iría esta vez mi entrada en el blog, cuando resulta que anteayer mismo después de comer (ya os he hablado de mi inveterada costumbre de la cabezada en el sofá al arrullo de las noticias de la tele), entre ronquido y ronquido, me dio por abrir un ojo y vi a una señora vecina de la localidad sevillana de Camas, el pueblo de Sergio Ramos, hablando acerca de la afición del jugador madridista por los donuts cuando era pequeño. Fue lo más parecido a una epifanía. Me dije a mí mismo: “Jardiel, ¿por qué te empeñas en perder el tiempo escribiendo sobre cosas que no le interesan a nadie, como eso que tenías pensado comentar acerca del último informe de Cáritas, avisando del preocupante aumento de la desigualdad y del número de familias en riesgo de exclusión social?” No pude por menos que darle la razón a la voz interior (casi podía visualizar a mi otro yo de dos pulgadas, luciendo enormes chistera y zapatones y con la cara de color verde, emulando a Pepito Grillo), y reconocer que, si en los medios informativos se daba pábulo a esta noticia y de lo otro no decían ni pío, sería porque evidentemente suscitaba un interés mucho mayor para la opinión pública. De modo que aquí me tenéis, renunciando a hablar de banalidades y dispuesto por fin a abordar un asunto que, a buen seguro, habrá de aportar una notable tranquilidad a varios miles de hogares españoles.
El donut es un alimento de probados valores nutricionales, que ha servido de pitanza a innumerables generaciones de bisoños infantes, como prueba el hecho de que aún en vida de Franco existiera un popular anuncio en que uno de los susodichos rapaces, camino de la escuela, de repente se detuviera en seco para propinarse a sí mismo una sonora palmada en la frente y exclamar visiblemente conturbado: “¡Anda, los donuts!” En la siguiente toma veíamos de nuevo al rapaz en cuestión, parándose exactamente en el mismo sitio y, con idéntico ademán, proferir este otro comentario: “¡Anda, la cartera!” Ahí acababa el spot, dando por supuesto que el chaval regresaba a su casa a recoger el mencionado objeto, pero a mí me daba por imaginar que entonces se le volvían a olvidar los donuts y el chiquilicuatre de marras quedaba atrapado en una especie de bucle, al estilo de Bill Murray en Atrapado en el tiempo. Este anuncio forma parte del paisaje de mi infancia, remota época del pasado milenio en que sólo había dos canales, la televisión era en blanco y negro y los escolares llevaban cartera a la espalda, en vez de mochila.
Pero hay cosas que no han cambiado de un siglo para otro, como es el agujero en el medio del donut. Muchos años después, pasó a formar parte de la cultura urbana otro anuncio, en el que los actores levantaban el dedo índice y de repente aparecía un donut, como caído del cielo. Eran, lógicamente, los tiempos en que España iba bien y, al igual que el bueno de Aladino, tan sólo tenías que formular un deseo para que éste se hiciera realidad.
Posteriormente vino una época desafortunada para el donut, en que alguien tuvo la brillante idea de suprimir el agujero, con vistas a un mejor aprovechamiento del producto. Craso error. Un donut sin agujero es como un rosal sin rosas. El agujero es el alma del donut. Mordisquear un donut con pausadas y rítmicas dentelladas, mientras observas cómo va ganando terreno progresivamente el agujero, es lo más parecido a una experiencia mística. Yo, de hecho, he decidido apuntarme a esto de la cultura emprendedora y comercializar un nuevo tipo de donut que carezca de sustancia sólida y tan sólo posea el agujero del centro, en una recreación del nirvana ese del que hablan los budistas, según los cuales sólo en la nada reside la absoluta perfección.
¿Escépticos, quizás? Habrá, sin duda, quien muestre recelos ante un proyecto tan disparatado, en apariencia, como el de tratar de hacer dinero vendiendo agujeros. A estos últimos les recomiendo que echen un vistazo a los periódicos y se documenten sobre cómo unos cuantos espabilados han sabido llenarse los bolsillos, precisamente haciendo agujeros para los túneles del AVE de Pajares. Negocio redondo donde los haya, como los propios donuts.
Eso sí, no sin antes hacernos un buen agujero en el bolsillo a los demás. Negro.
Jardiel Poncela