Archivos Mensuales: May 2014

Los donuts de Sergio Ramos

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Hay momentos en la vida ciertamente venturosos, en los que te sientes salvado por la campana. Llevaba toda la semana preguntándome de qué puñetas iría esta vez mi entrada en el blog, cuando resulta que anteayer mismo después de comer (ya os he hablado de mi inveterada costumbre de la cabezada en el sofá al arrullo de las noticias de la tele), entre ronquido y ronquido, me dio por abrir un ojo y vi a una señora vecina de la localidad sevillana de Camas, el pueblo de Sergio Ramos, hablando acerca de la afición del jugador madridista por los donuts cuando era pequeño. Fue lo más parecido a una epifanía. Me dije a mí mismo: “Jardiel, ¿por qué te empeñas en perder el tiempo escribiendo sobre cosas que no le interesan a nadie, como eso que tenías pensado comentar acerca del último informe de Cáritas, avisando del preocupante aumento de la desigualdad y del número de familias en riesgo de exclusión social?” No pude por menos que darle la razón a la voz interior (casi podía visualizar a mi otro yo de dos pulgadas, luciendo enormes chistera y zapatones y con la cara de color verde, emulando a Pepito Grillo), y reconocer que, si en los medios informativos se daba pábulo a esta noticia y de lo otro no decían ni pío, sería porque evidentemente suscitaba un interés mucho mayor para la opinión pública. De modo que aquí me tenéis, renunciando a hablar de banalidades y dispuesto por fin a abordar un asunto que, a buen seguro, habrá de aportar una notable tranquilidad a varios miles de hogares españoles.

El donut es un alimento de probados valores nutricionales, que ha servido de pitanza a innumerables generaciones de bisoños infantes, como prueba el hecho de que aún en vida de Franco existiera un popular anuncio en que uno de los susodichos rapaces, camino de la escuela, de repente se detuviera en seco para propinarse a sí mismo una sonora palmada en la frente y exclamar visiblemente conturbado: “¡Anda, los donuts!” En la siguiente toma veíamos de nuevo al rapaz en cuestión, parándose exactamente en el mismo sitio y, con idéntico ademán, proferir  este otro comentario: “¡Anda, la cartera!” Ahí acababa el spot, dando por supuesto que el chaval regresaba a su casa a recoger el mencionado objeto, pero a mí me daba por imaginar que entonces se le volvían a olvidar los donuts y el chiquilicuatre de marras quedaba atrapado en una especie de bucle, al estilo de Bill Murray en Atrapado en el tiempo. Este anuncio forma parte del paisaje de mi infancia, remota época del pasado milenio en que sólo había dos canales, la televisión era en blanco y negro y los escolares llevaban cartera a la espalda, en vez de mochila.

Pero hay cosas que no han cambiado de un siglo para otro, como es el agujero en el medio del donut. Muchos años después, pasó a formar parte de la cultura urbana otro anuncio, en el que los actores levantaban el dedo índice y de repente aparecía un donut, como caído del cielo. Eran, lógicamente, los tiempos en que España iba bien y, al igual que el bueno de Aladino, tan sólo tenías que formular un deseo para que éste se hiciera realidad.

Posteriormente vino una época desafortunada para el donut, en que alguien tuvo la brillante idea de suprimir el agujero, con vistas a un mejor aprovechamiento del producto. Craso error. Un donut sin agujero es como un rosal sin rosas. El agujero es el alma del donut. Mordisquear un donut con pausadas y rítmicas dentelladas, mientras observas cómo va ganando terreno progresivamente el agujero, es lo más parecido a una experiencia mística. Yo, de hecho, he decidido apuntarme a esto de la cultura emprendedora y comercializar un nuevo tipo de donut que carezca de sustancia sólida y tan sólo posea el agujero del centro, en una recreación del nirvana ese del que hablan los budistas, según los cuales sólo en la nada reside la absoluta perfección.

¿Escépticos, quizás? Habrá, sin duda, quien muestre recelos ante un proyecto tan disparatado, en apariencia, como el de tratar de hacer dinero vendiendo agujeros. A estos últimos les recomiendo que echen un vistazo a los periódicos y se documenten sobre cómo unos cuantos espabilados han sabido llenarse los bolsillos, precisamente haciendo agujeros para los túneles del AVE de Pajares. Negocio redondo donde los haya, como los propios donuts.

Eso sí, no sin antes hacernos un buen agujero en el bolsillo a los demás. Negro.

Jardiel Poncela

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El huerto de Pitu.

Nada mejor que los malos momentos y las grandes decisiones para forjar el carácter de uno. Doce largos meses, un año entero tardé en decidir mi futuro cuando COU, dudando entre hacer caso de los doctos consejos de un buen amigo, un anciano hecho a sí mismo que poseía la sapiencia que únicamente se labra en una vida larga, o en seguir los de mi padre, no menos sabios, aunque en experiencia el bueno de Pitu le sacase a mi progenitor un par de lustros si no tres, y acaso cuatro. Tanta dilación en resolver el futuro hubo de influir en cómo fraguó mi temperamento más que todos los westerns de John Ford y tanto al menos como las derrotas, por aquel entonces, una temporada tras otra de mi equipo del alma. Dudas, indecisiones pendiendo de hilos, derrotas y películas de vaqueros, hete aquí toda mi hacienda.

Cada vez que me dejaba caer por Can Paco, uno de los cafés del pueblo y el segundo hogar de Pitu, después de discutir un rato de fútbol o disertar, él, sobre Pla, solía urgirme a que dedicase mi futuro, lo mismo que hiciese él con el suyo tanto tiempo atrás, a cuidar de un huerto. Nada iba a hallar más reconfortante, afirmaba él, ni que además permitiese ganarme de manera tan honrada el pan de cada día. Un huerto, por si eso fuera poco, añadía Pitu, iba a posibilitarme llevar todos los días a la mesa alimentos con los que subsistir, e incluso almacenar algunos para preparar luego tarros de confitura. Quién sabe si hasta llegar luego a venderlos, aunque esto Pitu acababa por desaconsejármelo. Cuidar del huerto tenía otras virtudes, como la de reconciliarte con la tierra, aferrarte a ella; y estar anclado a algo, aunque fuese a un huerto, le parecía a mi amigo bueno de suyo, pues uno no debiera desdeñar asir su ser, ni su ir siendo, ni que fuera a un terruño plantado de hortalizas, verduras y legumbres. Y todas las veces que yo decía no estar muy seguro de lo que haría con mi futuro me animaba Pitu con lo del huerto. <<No vayas a cometer la estupidez de seguir estudiando tonterías que no van a servirte para nada, a no ser para engrosar las listas de paro de este país de risa>>.

Los consejos de mi progenitor se hallaban en las antípodas de los de Pitu. A mi padre lo del huerto le parecía poca cosa, acaso porque los padres siempre ambicionan, lo mismo que Dickens para Phillip Pirrip, grandes esperanzas para sus hijos. <<El conocimiento es el mayor capital>>, solía decirme, animándome a seguir con los estudios sin, he de admitirlo, pretender jamás influenciar lo más mínimo en mi decisión de qué carrera cursar. <<La que sea, pero tú sigue estudiando, hijo>>.

Aquejado de una sinusitis crónica, mi nariz no acababa de aclarar cual de los dos consejos, si el paterno o el de Pitu, era más acertado. No diré, so pena de faltar a la verdad, que me olía que era Pitu quien llevaba razón; mas no sé si por parecerme persona sensata o por valorar justamente su dilatada experiencia, o porque la verdad sea dicha su huerto era un vergel de tal exuberancia que uno podía perderse allí entre tomateras, judías verdes, ringleras de patatas, pimientos, lechugas y toda suerte imaginable de frutos, que al despedirme de él y ya de vuelta en casa dudaba más si cabe de si no estaría en lo cierto mi buen amigo Pitu. El cariño que me tenía, me parece a mí que se debía más que a nada a que, aficionado al fútbol como era el hombre, le agradaba verme jugar en el equipo del pueblo; eso y su arte al cultivar que yo envidiaba, contribuían en alguna medida a acrecentar aquellas dudas mías. Si por él fuera, servidor habría fichado ya por uno de los grandes. <<¿Y entonces el huerto qué, Pitu?, ¿cómo diantres iba a jugar en el Barcelona y cuidar a la vez el huerto?. Además, antes de pensar en cimas tan altas habrá que empezar por ganarse primero un puesto en el once del pueblo, ¿no crees?>>

Al final acabé haciendo caso a mi padre y seguí con los estudios, olvidándome del huerto. Con el transcurrir de los años hoy puedo decir que igual me equivoqué; que con más de un cincuenta por ciento de paro juvenil de quizá la generación mejor preparada de toda la historia del país, se me hace muy cuesta arriba no dudar muy seriamente de que el conocimiento, como decía mi padre, sea el mayor capital. Cada vez que veo a cualquiera de esos empresarios de postín que sin haber acabado la EGB han logrado amasar verdaderas fortunas y están hoy todo el santo día tocándose los huevos, estoy casi por darle la razón a Pitu. Y cuando observo a sus Señorías yendo cada mañana a cuidar su huerto, que no es otro que el escaño en el que siguen apoltronados mandato tras mandato, tocándose ellos también los huevos -o el coño, si su Señoría es diputada- entonces por fin lo veo claro. Debí haber seguido los consejos de Pitu y dedicarme a cuidar un huerto; pero no uno cualquiera, sino uno de esos como los que cuidan, con tanto amor, esmero y dedicación nuestros representantes, que hay que ver lo bonito que tienen el Congreso, que les luce como dios; y sin ni tan siquiera tener que agacharse, como sí tenía que agacharse Pitu. Ni el botijo con agua fresca tienen que procurarse; para qué, si en el bar del Congreso pueden arrearse un lingotazo de gin-tonic por tres con cuarenta y cinco míseros euros; como para andarse con semejante trajín, botijo arriba, botijo abajo. De haber hecho caso a mi amigo vete a saber si hoy hasta mi padre hubiera empezado a creer que sus grandes esperanzas, aquellas que un día depositó en mí, quizá no hubiesen sido en vano.

Phil O’Hara

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El cura Zumárraga

Todos los días, después de comer, me echo una cabezada en el sofá. Enciendo la tele y el runrún de las noticias de la 1 me hace caer en un letargo tan breve como reparador. Y hasta sueño y todo. El otro día, por ejemplo, soñaba que era Henry Fonda en Tempestad sobre Washington y el maquiavélico Charles Laughton me despellejaba vivo en un debate parlamentario, recurriendo para ello a toda suerte de trucos dialécticos y florilegios verbales. Lo más parecido a los duelos de antaño entre caballeros, donde te pegaban un tiro por un quítame esas pajas pero, eso sí, lo hacían con una elegancia impresionante.

Entonces me despierto y, tras el consabido gesto de restregarme los ojos, ¿qué es lo que veo en la caja tonta encendida frente a mí? A un mamarracho rodeado de otros mamarrachos más despreciables y bajunos aún que él, ya que se prestan a hacerle la pelota en un patético ejercicio de lameculismo, jactándose de “haber echado a hostias de Sestao a toda la basura de inmigrantes”. Y que nadie piense que la escena estaba tomada de un reality show de esos que molan tanto ahora, rodado en las herriko tabernas de los bajos fondos de Euskadi o algo por el estilo. Nada de eso. Se trataba de un pleno del ayuntamiento de dicha localidad vasca, en el que el alcalde del PNV, Josu Bergara, explicaba su política de inmigración a los miembros de la corporación municipal. Entonces comprendí que había despertado y que no estaba en Washington, sino en esta triste y cutrescente España nuestra, siempre tan previsiblemente cañí, por muy abertzales que se pongan algunos.

Pocos días antes (tras soñarme James Stewart en Caballero sin espada) había oído a otro político ilustre alardear de superioridad intelectual sobre su contrincante electoral, la señora doña Elena Valenciano, con la que se mostraba sin embargo condescendiente por el hecho de ser mujer. No es que no coincida con el señor Arias Cañete al señalar que la candidata del PSOE, además de hallarse intelectualmente al nivel de los paramecios, es una impresentable y una hipócrita con doble moral, que todavía no ha dicho ni mu, por ejemplo, sobre la acusación de malos tratos que pesa sobre su compañero de partido, Jesús Eguiguren. Pero eso lo puedo decir yo, que ni presumo de ser un caballero ni aspiro a calentar ningún sillón, a fe mía. En un personaje público, candidato de su partido a las elecciones europeas, tales declaraciones resultan sencillamente inaceptables. Por cierto, no sé si alguien se acordará de que este señor tan fino, durante su anterior etapa como ministro de Aznar, hizo también gala de una sutileza dialéctica sin par cuando dijo en cierta ocasión que el Plan Hidrológico Nacional se aprobaría “por huevos”. Definitivamente, hay cosas que nunca cambian.

Alguien me dirá que está mal eso de hacer leña del árbol caído y que estos dos ínclitos personajes ya se han disculpado por sus respectivos exabruptos. No soy de natural rencoroso, y estaría absolutamente dispuesto a aceptar tales disculpas si fueran acompañadas de las dimisiones correspondientes. Quiero decir con esto que me parece muy legítimo pedir perdón por un desliz a nivel humano y personal, pero en modo alguno cabe disculpar semejantes actitudes ni en el alcalde ni en el candidato a las elecciones europeas. Parece mentira que haya quien no sepa deslindar los dos campos, o no quiera enterarse. Es, por decirlo de forma suave, un ejercicio de cinismo supremo.

Para mejor ilustrar estas reflexiones, me viene a la mente cierta anécdota de un amigo de mi padre que se llamaba Feliciano Zelayeta, y que era un auténtico fenómeno en materia de humor cáustico y mordaz, equiparable a Miguel Gila o al propio Groucho Marx. Voy a contaros la historia apócrifa del cura Zumárraga.

Se daba el caso de que el susodicho amigo de mi padre tenía una frase-latiguillo, que repetía constantemente y que tenía más de tic nervioso que otra cosa. Cada vez que se enfadaba por algún motivo, el bueno de Zelayeta se desahogaba exclamando voz en grito: “¡Me cago en el cura Zumárraga!”.

Pues bien; cierto día, en un medio de transporte público, el amigo Zelayeta profirió el susodicho estribillo, tal y como era habitual en él cada vez que le surgía alguna contrariedad. En aquella ocasión, coincidió que a una corta distancia de él hallábase sentado un clérigo a la antigua usanza, de los de sotana y teja, que al oírle le interpeló en estos términos:

-¿Le importaría explicarme por qué dice usted eso, hijo mío?

-No tengo ni idea, Padre –contestó Zelayeta, encogiéndose de hombros- Es una frase hecha que me da a mí por decir. Como, al fin y al cabo, el cura Zumárraga no existe…

-Creo que está usted en un grave error. Se da la circunstancia de que el cura Zumárraga sí existe y, además, está sentado justo enfrente de usted.

Zelayeta tragó saliva y se puso rojo como un tomate.

-¡Dios mío, qué vergüenza! Le pido mil perdones. Le juro que no tenía ni idea…

-Quite, quite –le interrumpió el cura Zumárraga, levantando la mano- Deje de jurar, no vaya usted a ofender, además, a Dios. Por lo demás, pierda cuidado. Como buen cristiano y como ministro de la Iglesia, naturalmente, mi obligación es perdonar. Ahora bien –añadió misteriosamente, haciéndole señas a Zelayeta para que se acercara a hablarle al oído-, déjeme decirle una cosa a título personal.

Zelayeta se le acercó, intrigado, y el cura tuvo a bien susurrarle muy quedo las siguientes palabras:

-La próxima vez, se caga usted en su puta madre.

Ignoro el careto que se le quedaría al bueno de Zelayeta al oír tan vesánica admonición, ni ello es demasiado pertinente para extraerle la moraleja a esta historia. Lo que sí tengo claro es que yo, si estuviera en la piel negra de los inmigrantes de Sestao, le diría exactamente eso a su alcalde.

 

Jardiel Poncela

 

 

 

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Entre el Cholo y San Cucufato

Hay mañanas en las que antes de que suene el despertador ya tienes una inconsciencia muy clara de que el día va a pesar. Te quedarías en cama un par de años, pero te faltan agallas. No eres como Onetti, claro. Es ponerte en pie y advertir que los peores augurios no hacen sino confirmarse. Las baldosas, ayer frías, han olvidado misteriosamente su dureza, transustanciadas en algo blando. Pisas arenas movedizas, te sientes como a la deriva. Llegas a duras penas hasta la cocina con la esperanza vana de que el café con leche pueda arreglar las cosas. Pero qué va; mejor empiezas a urdir un plan para tratar de remediar lo irremediable. En mañanas como ésas lo mejor es buscar refugio en algún santuario. Cada cual tiene los suyos; los míos son la frutería de Mari y la iglesia del pueblo. Hay a quien le da por acudir al Vicente Calderón. La frutería la visito sólo en días soleados. Es entrar allí y sumergirse como tío Gilito en mares de dinero entre manzanas Fuji, Pink lady y Royal Gala, naranjas, clementinas y mandarinas, uva, fresas, peras Blanquilla y conferencia, tomate para ensalada, lechuga de hoja de roble, Iceberg, francesa, Romana, escarola, sandías, melones, melocotones de Calanda, albaricoques, kiwis, cerezas, espárragos y hasta perejil. Por menos de catorce euros me voy con el carrito a rebosar. No hay mayor gozo ni mejor concepto de abundancia. Por si fuera poco, Antonio, el yerno de Mari, también es del Barcelona y Mari, su suegra, de Utrera. La dicha sería completa si además de llevarte la fruta pudieses tomarte un gin-tonic, aunque no sean horas ni el sitio. Pero no hay que abusar.

Eso los días buenos. Hoy no; hoy el día pide a gritos ir a la iglesia. Nada más entrar se respira ese olor especial, a incienso. La luz de las velas y la otra, artificial y aún más tenue, crean una atmósfera única. Acompaña. El paseo por la penumbra, al principio casi a tientas, va aliviándolo a uno. Al cabo de poco pillas confianza. Los siguientes pasos te atreves a darlos con las manos a la espalda, entrelazadas; te ves andando cabizbajo, pensativo, como seguramente Leibniz justo antes de ponerse a escribir su teoría de los indiscernibles. La estampa reconforta. Cuando ya has acabado con la teoría ésa te detienes ante una talla que no es de Juni ni de Fernández pero es del XVI y te pones a observarla, esta vez de brazos cruzados con una mano sosteniendo levemente el mentón. Admiras esa talla y no te disgusta ese porte tuyo frente a la madera tan bien esculpida. Luego te sientas en un banco, uno cualquiera, de la última ringlera, y por fin notas su firmeza. Y la del mármol de las losetas. Todo va volviendo a lograr su robustez de antaño. La iglesia de algún modo te echa el ancla y las arenas ya no se mueven. Falta poco. Dos horas después estarás mejor, mucho mejor y elevas una mirada de pillo al ábside central como rogando por un poco más; por la felicidad, por ejemplo. Pero el jodido ábside te guiña un ojo como diciendo “ya está bien, ¿no?; es que nunca tenéis bastante, ¡carajo!”. Le das la razón, te das la vuelta y es el rosetón el que parece querer ratificar las palabras venidas de la bóveda: “Anda, déjate, qué más quieres, por dios”. Así que después de saberte anclado notas que te acompañan mansamente hasta la orilla, a tierra firme, vuelto persona. Hasta que abandonas la iglesia, no sin antes haber aprovechado para echarle unos rezos a san Cucufato para que interceda por el Atleti, que siendo culé la décima iba a sentarte como una patada en los mismísimos. A ver si entre el Cholo y el santo van a ser capaces de hacer la machada. De vuelta a casa, con ánimos renovados, dudas entre esperar a que empiece el partido para sentarte a sufrirlo frente al televisor o ponerte a leer a Grossman. Mientras te decides acabas por servirte una copa no vaya a ser que dentro de unas horas no halles qué celebrar. Y en ésas se te pasa el día.

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La vida es un juego

Recuerdo que me desconcertó su apariencia inofensiva, casi cordial, desde el momento mismo en que pasé a su despacho, una habitación desprovista de luz natural y atestada de libros. Aparte de los anaqueles en los que se hallaban apiñados éstos, se podía decir que el resto del mobiliario era de una gran sobriedad. Lo formaba una mesa considerablemente alargada, con dos sillas elegantemente tapizadas en cada uno de los extremos. Él ocupaba una de ellas y, con ademán solícito, me ofreció asiento en la otra. Sentí que mi nerviosismo, ya de por sí bastante aventado por la situación, se acrecentaba aún más al saberme objeto de su mirada impasible, desde el otro lado de sus gafas con montura de pasta. Avezado psicólogo como sin duda era, y quizás un poco compadecido de mí, me ofreció algo de beber.

-Whisky, gracias –respondí, logrando a duras penas que la voz saliera del cuerpo.

Se incorporó con una calma que a mí me parecía inexplicable y extrajo de un mueble-bar situado justo a sus espaldas dos vasos junto con una botella del citado licor. Vertió apenas dos dedos en cada uno y volvió a guardar la botella en su sitio. Yo apuré el mío prácticamente de un solo trago, mientras que él apenas había humedecido los labios en el suyo. Me miró durante algunos segundos con una expresión que a mí me dio por calificar a medio camino entre socarrona y divertida, hasta que por fin se decidió a quebrar un silencio que comenzaba ya a resultar embarazoso:

-Le ruego que no malinterprete el que no le ofrezca una segunda copa. No desearía en modo alguno que me considerara un mal anfitrión, tacaño y roñoso. Es sólo que le quiero perfectamente sobrio para este juego.

Más o menos acerté a balbucear que no se preocupara, que lo entendía perfectamente.

-Es la primera vez, ¿verdad? –me preguntó a continuación, prácticamente a quemarropa.

Mi respuesta se limitó a un vago cabeceo afirmativo, pues la voz parecía obstinada en no salir de la garganta.

-Si quiere, puede abandonar. Ha ocurrido otras veces. En tal caso, tan sólo insisto en que se olvide de que esta reunión ha tenido lugar.

-Necesito el dinero –logré articular, por fin.

-Muy bien –ratificó él, reclinándose en el respaldo de la silla y trenzando los dedos- ¿Está seguro de que lo hace sólo por dinero?

-Naturalmente –respondí con inusual firmeza- Puede estar seguro de que ésta será la primera y última vez que lo haga… aun en el supuesto de que gane –añadí, bajando sombríamente la cabeza. Fue entonces cuando mi interlocutor dejó escapar una risa contenida, rompiendo con su habitual hieratismo, lo cual me desorientó nuevamente.

-Disculpe –dijo a continuación, alzando una mano y recomponiendo el gesto- No he podido evitarlo. Me recuerda usted tanto a mí mismo cuando empecé en esto… Dígame, si lo hace sólo por dinero, ¿por qué no ha elegido un procedimiento más seguro? Algo como fundar una cadena de restaurantes, o especular recalificando terrenos.

Me quedé absolutamente perplejo ante lo que a todas luces era una pregunta absurda.

-Para eso hace falta disponer de un capital inicial. Y de influencias…

-Me ha decepcionado usted, amigo mío –replicó, negando con la mano- Le creía más inteligente. Lo que en realidad ha llevado a esas personas a conseguir ese presunto éxito que ellos creen merecer es una combinación de azar y falta de escrúpulos, exactamente igual que la que me ha llevado a mí a labrarme la pequeña fortuna de la que ahora dispongo. Si bien, yo tengo la suficiente lucidez como para ser consciente de ello y no caer en ese burdo endiosamiento del que adolecen todos estos personajes. Absurdamente atribuyen lo que ellos llaman éxito en la vida a no sé qué cualidades personales, que los hacen destacar sobre el resto de los mortales. Y el siguiente paso es el de olvidarse de que son vulnerables, y de que son mortales, cuando, a la hora de la verdad, les pegas un tiro y sangran igual que los demás.

No sabía qué decir o hacer, así que opté por dejar que siguiera hablando. En eso, se despojó de sus gafas de culo de vaso y, apoyando los codos sobre la mesa, acercó todo lo que pudo su rostro al mío. Sentí un escalofrío al contemplar el azul pálido de su ojo izquierdo, inutilizado por una catarata. Me dijo entonces con lentitud:

-Tal vez no admire su inteligencia, pero sí su valor ¿Sabe por qué lo digo?

Tragué saliva y afirme con la cabeza, puesto que sí lo sabía. Él llevaba más de veinte años dedicándose a eso. La conclusión era a un tiempo terrible e irrefutable: si estaba allí, era porque nunca había perdido. Con gesto adusto volvió a ceñirse las gafas, adoptando un aire que cabría tildar de auténtico profesional.

-¿Ha traído su propia arma? –me espetó, conduciéndose de repente con desdeñosa frialdad.

Negué con la cabeza, parte del cuerpo con la que llevaba comunicándome durante casi toda la conversación. Él extrajo a continuación del bolsillo de su chaqueta una pistola hermosísima, con la empuñadora de plata. Creo que no pude evitar que a mis ojos aflorara un destello al verla. Mi contrincante lo advirtió de inmediato.

-En ese caso, no tendrá inconveniente en que utilice la mía. Y, por favor, le ruego que no me juzgue mal. Nunca he creído en esas supercherías de que ciertos objetos den suerte. La suerte, amigo mío, no existe. Sólo el azar.

Y dicho esto la impulsó con el dedo, haciéndola girar sobre la mesa varias veces, como una peonza. Cuando terminó de dar vueltas, el cañón apuntaba hacia mí.

-Empieza usted –señaló mi oponente, sin duda con la intención de hacerme reaccionar al ver que no hacía nada.

La tomé con mano trémula y me la acerqué a la sien con un movimiento retardado, exactamente igual que el de una imagen filmada a cámara lenta. Cerré los ojos y recuerdo que sentí que el aire adoptaba una consistencia pastosa en torno a mí, como si me envolviera una intangible campana de silencio. La voz de mi contrincante sonaba tremendamente lejana, pese a estar situado a tan sólo un par de metros.

-Adelante. No tema. En el supuesto de que ocurra lo peor, ni siquiera oirá el ruido del disparo.

Toda mi vida desfiló ante mí en las décimas de segundo que empleó mi dedo índice en apretar el gatillo. Efectivamente, no llegué a oír la detonación, pero por el simple hecho de que ésta no se produjo. Deslicé la pistola a lo largo de la mesa hacia mi oponente, como el que está ávido por alejar de sí a una serpiente venenosa. Éste la tomó con una parsimonia desprovista de temor y pude apreciar que a sus labios afloraba un rictus sarcástico en el momento de acercar el arma a la tapa de los sesos.

-Créame, amigo mío. Dios es el azar. La única justicia que todo lo iguala.

Esta vez sí que se oyó el disparo, tras el cual se suceden confusamente en mi cerebro las imágenes de las que apenas alcanzo a recordar otra cosa que el dantesco espectáculo ofrecido por su cuerpo desmadejado sobre la silla y la sangre saliendo a borbotones del orificio de bala abierto en la cabeza.

Veinte años han pasado desde entonces, en los que he hecho una considerable fortuna, y ahora soy yo el que tiene ante sí a un joven novato sentado en la silla de enfrente. Pero en modo alguno soy tan estúpido de despreciarlo.

 

Jardiel Poncela

Artes escénicas

Las artes escénicas eran mi mayor afán. Desde una edad aún tierna ya tuve claro que de mayor iba a dedicarme a ese mundo; lo que no sabía era de qué modo se concretaría ese anhelo tan vehemente, ese ímpetu mío: si acabaría siendo director de escena, sólo guionista, actor o incluso actriz (no sé si por la ambigüedad o la indefinición de una sexualidad aún incipiente o porque adoraba ya por aquel entonces a Lauren Bacall, a Ava Gardner, a Elizabeth Taylor y sobre todo y más que a ninguna otra a Vivien Leigh). Lo único cierto era que quería dedicarme en cuerpo y alma a ello; mi vida tenía que discurrir de algún modo u otro en los escenarios. Por lo demás en casa pese a que nadie en la familia había tenido jamás nada que ver con el mundillo del espectáculo -mi padre era perito de minas y mi abuelo materno empleado de Botín-, siendo el talante familiar de natural tolerante y sabedores que la vida da más vueltas que un tiovivo y que hasta el rabo todo es toro, jamás se opusieron a mis ansias por ir labrando un camino dirigido hacia las artes escénicas. A mis amigos del pueblo les costaba más entender esa querencia mía. La mayoría de ellos tenían otros sueños que acostumbraban a tener que ver con un balón. Cuando alguno me hablaba del Liverpool, sólo acertaba a decir, siempre de manera entusiasta, que Los Beatles eran de allí. Si yo les hablaba de las divas de la gran pantalla, de los directores de cine de Hollywood, del musical Cats de Andrew Lloyd Webber o de los teatros de Broadway, replicaban ellos que ni el más pintado de todos ésos era capaz de rematar como Kenny Dalglish ni moverse en el área como Rummenigge; que eso sí era arte y no las pamplinas que me gustaban a mí. El séptimo arte frente al balompié. Aquella era una lucha desigual en la que yo llevaba siempre las de perder.

Todos los años los alumnos de tercero de BUP tenían que organizar el festival de fin de ciclo el día antes de las vacaciones de Navidad. Al festival asistían solamente los alumnos del instituto y los profesores. La organización del evento, que para todos suponía una tortura, para mí, por el contrario, desde que entré al instituto se convirtió en mi primer gran proyecto. Soñaba cada día con esa función; con ocuparme de la gala, proponer todos y cada uno de los números, asignar su orden de aparición sobre el escenario; soñaba con los ensayos. Dado el repelús que la fiesta producía en mis compañeros de curso no fue difícil que aceptaran de buena gana que yo asumiese el papel de maestro de ceremonias. Y así, con gran dedicación y no menos esmero, lo fui preparando todo. Un mes antes ya tenía la gala en la cabeza y poco después la había transcrito al papel. Conociendo al dedillo las virtudes potenciales de cada cual, fui disponiendo las cosas. Intercalaba números de aire circense, con equilibrios y malabares, con otros que requerían la participación de animales; preparé también a conciencia una actuación que no iba a dejar indiferente a nadie: un dueto de las hermanas Clarà, las mellizas cuya voz de ángel iba a asegurarme un triunfo arrollador, que acompañaría de un escueto coro que interpretaría el estribillo y daría color al asunto; y así número tras número hasta el apoteósico final: la parodia de un famoso anuncio de televisión con el que había previsto dar por concluida la función.

Los ensayos resultaron un éxito y todo parecía a punto para la ocasión. Al mediodía subió el telón y tras un par de actuaciones sin pena ni gloria ni demasiado interés que lo único que perseguían era calentar motores e ir creando la atmósfera adecuada, llegó el turno del primero de los grandes números: Puig iba a deleitar al auditorio con malabarismos dignos del mejor teatro de Londres. Nada más empezar, acaso por los nervios propios de quien actuaba por primera vez ante una platea atiborrada, tres de las cuatro bolas fueron a parar al suelo. Demostrando sangre fría y temple torero Puig las recogió como si nada e inició de nuevo el número, pero por desgracia volvieron a caérsele. Tras dos nuevos intentos con igual resultado (hubiera querido añadir «final», pero lo cierto es que «inicial» se ajustaría más a lo que sucedió) y cuando se empezaron a escuchar los primeros silbidos y alguna que otra risa en la sala, a la cuarta vez no fue la vencida. Las bolas se le volvieron a caer y Puig ni tan siquiera se dignó a recogerlas, largándose del escenario con un sonoro «¡a tomar por el culo!» que se pudo escuchar desde las últimas filas del teatro. Las risotadas no se hicieron esperar y al bueno de Puig sólo se le ocurrió mandar de nuevo a tomar por idéntico lugar a tan selecto auditorio mientras el telón caía.

Nada estaba perdido; quedaban por delante los mejores números y cabía la posibilidad de que la gala aún fuese un éxito. Con el telón bajado mandé a Quim Puigdemon y a su fiel Tupinet que se preparasen, que iban a ser los próximos en actuar. Un número de bandera era lo que hacía falta para recuperar el ánimo de la tropa y devolver la función a la senda del triunfo. Se alzó el telón y Quim y Tupinet, su Fox terrier, aparecieron en el escenario. Asiendo un aro de fuego no demasiado logrado, Puigdemon tenía que conseguir que Tupinet, disfrazado de león con una peluca a modo de melena menos lograda aún que el aro de fuego, saltase una y otra vez cruzando las llamas pintadas, demostrando él su pericia de domador experto y su perro la suya de gran saltador, amén del valor que se le supone a un feroz Fox terrier-león. Reconozco que la escena, lejos de parecer memorable, resultaba ridícula; las carcajadas de todo el teatro estaban más que justificadas desde que Tupinet salió a escena con esas pintas, que hasta al pobre can debieron avergonzar. Para más inri, Tupinet no solamente hizo caso omiso de las indicaciones del domador, sino que avanzó hasta el límite del escenario, levantó una pata y se alivió, mojando a los profesores que ocupaban la primera fila de butacas. Tras mear desapareció entre bambalinas con Quim Puigdemon detrás. El alborozo en el teatro fue de época.«¡Telón, telón!» grité. Todavía me quedaban un par de ases en la manga y decidí jugármelos: era el turno de las hermanas Clarà.

La canción que habían preparado las mellizas era el himno gospel «When the Saints Go Marching In» y el coro, formado por Joan Gorgoll, Miquel Tràfach, Ramon Domènech y Josep Triadó, magníficamente caracterizados para la ocasión con la cara toda pintada de negro, debía interpretar el famoso estribillo:

«Oh, when the saints go marching in

Oh, when the saints go marching in

Lord, how I want to be in that number

When the saints go marching in»

La voz de las hermanas era celestial y el coro no desentonaba del todo; esta vez la platea parecía disfrutar por fin de una gran actuación. Y ciertamente lo estaba siendo, al menos hasta la tercera estrofa, cuando a Triadó los nervios le jugaron una mala pasada y justo antes de atacar el estribillo soltó un eructo descomunal que volvió a formar un jolgorio tan formidable que era imposible escuchar la voz de las Clarà ni al coro de marras. A Mireia le dio por romper a llorar; a Olga en cambio, que de las dos era la de más carácter, por abalanzarse sobre Triadó y tirarle de los pelos y arañarle que si no llegan a separarlos tengo para mí que la cosa hubiese terminado peor, que mal ya estaba. De nuevo el telón pudo contener la hilaridad y devolver la calma a la sala. Quedaba la última actuación y nos conjuramos para poder acabarla al menos; haber pretendido algo más se nos antojaba imposible. Cinco minutos después de la interpretación de las hermanas se alzaba por última vez el telón para que el público pudiese disfrutar de la parodia del anuncio de pañales más famoso de la televisión. La actuación no conllevaba gran dificultad; se trataba de ir dando vueltas al escenario entonando la cantinela «Dodot, Dodot» y tratando de andar como andan los bebés. Fue alzarse el telón y vernos la concurrencia ataviados de esa guisa, tan sólo con un pañal, y arrancar a aplaudir a rabiar y soltar vítores sin parar. ¡Por fin! La aclamación unánime salvaba la gala y los diez buenos mozos seguíamos dando vueltas al escenario entonando las notas del «Dodot, Dodot». Y puedo jurar que si no llega a ser porque al dar la última vuelta a Àngel Matas se le cayó el pañal y quedó en cueros, como vino al mundo, mostrando al enfervorizado público, especialmente al femenino, esa verga extraordinaria con la que dios lo había dotado, el número hubiese sido todo un éxito. Las mozas querían saltar al escenario y a Àngel, que estaba encantado con todo aquello, no bastábamos nueve para llevárnoslo de allí. La jarana que se montó fue de órdago y todavía hoy cuando voy al pueblo hay quien me recuerda aquella función. Después de aquello nunca más quise volver a oír hablar de artes escénicas. Definitivamente parecía que dios no me había llamado por esos derroteros.

Phil O’Hara.

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Riders on the Storm

La carretera es como un tentáculo que se extiende hacia la noche sin llegar nunca a alcanzarla.

Por toda compañía, la voz de un muerto. Jim Morrison nos habla de jinetes en la tormenta, pero su cabalgadura dista mucho de ser un rayo. Es tal la consistencia de su voz, desgarrada y opaca, que casi la siento tomar forma en el asiento vacío del acompañante.

Mientras tanto seguimos avanzando hacia el vientre de la noche, ese monstruo de fauces permanentemente abiertas que, sin embargo, nunca acaba de engullirnos ¿No será que ninguno de los dos nos resignamos a no seguir entre los vivos?

La carretera que no parece llevar a ninguna parte. Los faros y la música de los Doors, esforzándose en vano por perforar la piel viscosa de la noche que, como un inmenso camaleón, nos acecha con el mudo hieratismo de sus ojos desorbitados. Hubo un tiempo en que yo también me creí un jinete en la tormenta, con las riendas de mi propio destino. Pero no soy más que un insecto anónimo, al que pronto atrapará el camaleón con su larga lengua protáctil.

Quizá Jim Morrison murió demasiado joven para comprender todo esto. Pero yo, que tal vez debería haberle acompañado, he vivido lo bastante como para saber que a la tormenta le sucede siempre la calma de las carreteras desiertas y los asientos vacíos.

Jardiel Poncela

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Dos dólares y cinco centavos

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Pocas cosas en la vida como esas pequeñas tragedias cotidianas, tragedias de andar por casa que sirven para dar emoción, ni que sea de vez en cuando, al anodino discurrir de los días, a la mansa cotidianidad. En cualquier caso esas sencillas tragedias sirven al menos para poder contarlas. Una de ésas me sucedió hace unos días en la panadería que frecuento los fines de semana. Allí no me conocen; no es como en la que hay a la vuelta de la esquina, donde nada más entrar cada mañana la dependienta me saluda con una estupenda sonrisa que no parece falsa, y si lo es me da exactamente lo mismo. De esa panadería eres cliente. Cliente, aunque sea de la panadería. Ser cliente es ya ser alguien; te da importancia. «¿Sus dos barras de cuarto, míster O’Hara?». Seguro que era así como se sentía John Davison Rockefeller al entrar fumándose un buen puro habano en el banco a recoger su nuevo talonario de cheques; como yo cada mañana que voy a por el pan.

Pero en la panadería de los fines de semana no me conocen. No soy cliente. El otro día fui a por dos barras de pan y pregunté retórica o directamente de manera estúpida, porque sabía perfectamente lo que valían las dos barras: dos euros y cinco céntimos, cuánto se debía y pagué con un billete de diez euros. Después de hurgar más de la cuenta en la caja registradora, la dependienta de pronto quedó petrificada. Todos los músculos de su cuerpo parecieron agarrotarse, se transformó el gesto de su faz y hasta asomó una sombra de desmayo en la pobre. La tragedia se mascaba en su cara. No acertaba a pronunciar palabra y durante unos segundos interminables el tiempo pareció haberse congelado. Acaso por contagio temí lo peor: que me mandase a por suelto, que tuviera que devolverle el pan o que me cobrase los diez euros porque no tenía cambio. Gracias a dios al fin logró reaccionar y acertó a decirme: «¿No llevarás cinco céntimos?». Con una calma postiza me llevé las manos a los bolsillos y en un gesto fácilmente comprensible, como vaciándolos, contesté que no; que lo sentía mucho, pero que no llevaba nada suelto a no ser ese único billete de diez euros que ahora estaba en sus manos. ¡Cualquiera diría que el billete era de cien euros! O mejor, de cien dólares. De haberme pedido cinco centavos la cosa hubiese sido distinta. Imaginé a John Wayne entrando a comprar dos barras en una panadería de Wisconsin y al dependiente soltándole «Míster Wayne, son dos euros y cinco céntimos». Sólo la magnanimidad de John Wayne hubiese evitado lo peor: «¿Cómo has dicho, muchacho?»«Dos dólares y cinco centavos, señor» hubiese respondido con voz trémula el asustado dependiente. «¡Eso está mejor chaval; mucho mejor!. Anótalo en mi cuenta» diría con voz profunda Wayne enfundando de nuevo el Colt 45 y saliendo del local con ese modo de andar tan suyo. No me negarán que un centavo suena cien veces mejor que un triste céntimo. No hay comparación. De haberme pedido cinco centavos en vez de cinco céntimos los hubiese buscado como si la vida me hubiese ido en ello; seguro que podía haberlos llevado encima, en algún lugar recóndito, ignoto del bolsillo. Pero no, la chica lo dijo claro: «¿No llevarás cinco céntimos?». Dijo céntimos. Era ella o yo; éramos Will Kane frente a Franck Miller en Solo ante el peligro; habíamos entrado en un bucle y sólo el que más temple demostrase acabaría por llevarse el gato al agua; la tensión era insoportable y yo me mantenía allí enfrente, impasible y con cara de póquer al otro lado del mostrador, sin mover una ceja y esperando a que la dependienta sacase por fin el revólver para desenfundar yo. De haber querido el azar que al bueno de Sófocles le hubiera dado esa mañana por ir a por el pan allí, no le hubiera faltado tema para componer una de sus famosas tragedias; pero ya se sabe, las fechas, el tiempo, siempre limitándolo todo.

Aunque las pequeñas tragedias, esas tragedias de andar por casa, es lo que tienen: casi nunca son para tanto. Así que justo en el último momento y sin saber cómo ni por qué la chica debió ver la luz y quebró con inusual e inesperada destreza, como Messi, vaya, la catástrofe. «Bueno, me los debes. Ya me los darás». ¡Uf! De la que me había librado. Dibujé mi mejor sonrisa y me despedí de ella con las dos barras y ocho euros de vuelta; ya de regreso a casa tenía la sensación de haber visto a la muerte cara a cara, o casi, y sólo respiré tranquilo tras franquear por fin el umbral de la puerta. «¿Qué tal Phil, quedaba aún pan?». «No te lo vas a creer, me llevé las dos últimas barras; y el pobre Sófocles se quedó sin.»  

Phil O’Hara

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Invitación a la lógica

Cuenta Vila-Matas que Kassel no invita a la lógica. La verdad es que no hace falta que cada cinco años se celebre en un lugar una exposición de arte de vanguardia para que esto ocurra. Burgos, por ejemplo, tampoco invita a la lógica. Ni Barcelona. De hecho, ningún lugar ni nada -o bien pocas cosas al menos- invitan a ella en esta España nuestra; ni en ésta ni tampoco en cualquier otra. Con honradas y exiguas excepciones, que casi me atrevería a afirmar que si fueron se trató más del fruto de la casualidad que de una voluntad férrea y manifiesta, España viene siendo un lugar que lejos de invitar a la lógica invita a todo lo contrario. Se diría incluso que el país vive de espaldas al sentido común y a cualquier lógica. Habrá quien afirme que en España sí se producen los acontecimientos al dictado de algún tipo de lógica, por mezquina que ésta sea; a ésos les diría que yerran: España, como la Kassel de la novela de Vila-Matas, no invita bajo ningún concepto a la lógica.

Hoy es lugar común pagarla con los políticos, tildándoles con razón de mera escoria, pero me resisto a ese reduccionismo. De manera parecida a Ángel Gabilondo, quien ocupara brevemente la cartera de educación, creo que, en efecto, cuando no soportamos algo en los otros -en este caso en los políticos- lo que sucede en realidad es que ese algo se nos parece mucho, demasiado. En este país hay exceso de expertos en saber lo que han de hacer los demás y, como afirma el ex ministro, «puestos a cambiarlo todo conviene incluirse». Reducir, pues, todos los males al hecho incuestionable de que la inmensa mayoría de quienes viven de la política sean unos completos ineptos, es no darse cuenta de que los demás, o sea, la inmensa mayoría de quienes no ejercemos esa actividad, también lo somos. El problema de España, además de los políticos, somos todos los demás.

En la vieja Europa, visto lo visto, la cosa no parece darse de modo muy distinto. La que otrora rigiera los destinos del resto del orbe, ni que fuese por haber devenido el paradigma, el patrón a imitar por todas las demás naciones y culturas, y ello por méritos propios atesorados a lo largo de tantos siglos, desde que se acunase aquí la civilización, vive hoy una decadencia en todos los sentidos que la sitúa no ya al borde del precipicio, lo que tendría alguna épica, sino tras bambalinas condenada, parece, a no pintar ya nada en la escena internacional sea cual fuere la comedia, la tragedia o la tragicomedia que haya que representar. Con Kassel, la joven alemana rubia y loca y siempre vestida de luto de la novela de Enrique Vila-Matas, podríamos también vociferar nosotros aquello de «¡Europa ha muerto!» y seguramente no andaríamos mal encaminados.

¿Y el Mundo? ¿Tiene salvación en el Mundo? ¿O no anda mucho mejor que Kassel, que esta España nuestra o que la senil Europa? Si hemos de hacer caso a Vila-Matas tampoco el Mundo anda demasiado bien de salud. Enrique Vila-Matas no parece depositar fe alguna en el Mundo y la poca que aún conserva la consigna en el arte; en las denominadas vanguardias, ésas a las que el escritor catalán otorga condición de arte en sí, las únicas capaces de renovar la realidad al repensarla y permitirnos hacérnosla vivir. Pero el bueno de Vila-Matas, además de ser un extraordinario escritor es, aunque pueda no parecerlo, un espíritu optimista. A quienes no compartimos ni ese atisbo de esperanza que exhibe él no nos queda más que conformarnos con bastante menos: con irle leyendo, por supuesto, y con leer a tantos otros. Refugiarnos en esos espacios de lógica es lo poco que nos queda; aunque a diario tengamos que salir de ahí ni que sea para tratar con la cotidianidad y evitar, qué sé yo, que se nos peguen las lentejas. Pese a que Kassel no invita a la lógica, autores como el de la novela sí nos invitan a ella, y es como para estarles profundamente agradecidos; si además, como dijo Bolaño, «la verdad es que los escritores nos damos cuenta demasiado tarde de que la vida es breve», razón por la que nos legan tanto, esa misma gratitud debiera ser eterna.

Phil O’Hara

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Frequency II

(El prestigioso crítico cinematográfico Charlie Churrales, presentador del programa radiofónico Polvo a las estrellas, hojea distraídamente una revista guarra mientras espera a que llame algún radioyente. A un aviso de control, se ciñe los cascos y se dispone a atender la primera llamada de la noche).

CHARLIE.- Buenas, noches, dígame
OYENTE.- Buenas noches, buenas noches ¿Estoy en el aire?
CHARLIE.- Gravitando sobre el cielo mismo de Madrid ¿Desde dónde me llamas?
OYENTE.- Más bien debiera preguntar desde cuándo, porque llamo nada menos que desde el futuro.
CHARLIE.- Increíble ¿Y cómo es posible eso?
OYENTE.- No lo sé. Debido a un corrimiento temporal, supongo. El caso es que para mí son las nueve y cinco, en vez de las nueve. Eso me da perspectiva histórica.
CHARLIE.- ¿Y cómo se ve el futuro? ¿Se empiezan a notar algo los efectos de la recuperación económica?
OYENTE.- Psché… Creía atisbar luz al final del túnel, pero luego resultó ser que me había dejado encendida la luz del baño, que está al fondo del pasillo. Una vez apagada ésta, se ve todo bastante negro, la verdad.

(Se oye el ruido de una cisterna)

OYENTE.- Buenas noches, buenas noches ¿Estoy en el aire?
CHARLIE.- Gravitando sobre el cielo mismo de Madrid ¿Desde dónde me llamas?
OYENTE.- Desde Barcelona la Nit. Suerte que me ha dado tiempo a terminar la meada antes de venir a hablar contigo, Charlie. Tengo la sensación de estar hablando con un viejo amigo.
CHARLIE.- Y en cierto modo lo somos. Acabo de hablar con tu alter ego en el futuro, por uno de esos plegamientos espacio-temporales.
OYENTE.- ¿De verdad? Siento curiosidad ¿Cómo seré yo en el futuro?
CHARLIE.- Parecido a ahora. Era tu propio yo, hablándome desde las nueve y cinco. Me dijo que se había (es decir, que te habías) dejado la luz del baño encendida.
OYENTE.- Cierto es, a fe mía. Voy raudo y veloz a apagarla.

(Hay una breve pausa, durante la cual se oye el débil click de un interruptor distante)

OYENTE.- ¿Sigues estando ahí?
CHARLIE.- Aquí y ahora. Cuando quieras, podemos hablar algo de cine, para variar.
OYENTE.- Por supuesto. Quería preguntarte por el título de una película, que no me acuerdo.
CHARLIE.- Dispara. Soy todo oídos.
OYENTE.- La acción se sitúa en pleno corazón de Wall Street, donde un bróker pierde la ocasión de cerrar una operación que le hubiera reportado ganancias por varios millones de dólares al sentirse acometido por un repentino ataque de diarrea.
CHARLIE.- ¡No me digas más! Te estás refiriendo a La putrefacción se llamaba Gordon.
OYENTE.- ¡La misma! Hay que ver. Tienes una memoria auténticamente privilegiada. De elefante, diría yo.
CHARLIE.- Esta película, recordarás, recibió el óscar a los mejores chorizos especiales.
OYENTE.- ¡Que si lo recuerdo! Como si la hubiera hecho yo mismo. De hecho, la hice yo mismo.
CHARLIE.- ¡No me digas que estoy hablando con el famosísimo Gordon Rotten!
GORDON.- El mismo que viste y caga.
CHARLIE.- ¡Increíble! Este es un placer tan inesperado como nauseabundo para mí.
GORDON.- El sentimiento es mutuo, faltaría más. Te doy las gracias por haberme refrescado la memoria. Son tantas las películas que he producido que ya ni me acuerdo.
CHARLIE.- Que conste que soy un gran admirador suyo. Tengo un póster con su efigie enfrente mismo del inodoro, para ayudarme a defecar mejor.
GORDON.- Realmente conmovedor. Siento que se me abren los esfínteres tan sólo con oírlo.
CHARLIE.- Puede pedirme usted lo que quiera. Si desea que le dedique algún tema musical… Tenemos aquí de todo: desde el Réquiem de Mozart hasta un CD con todos los éxitos de Parchís.
GORDON.- Pues, para serte sincero, quiero pedirte que te vayas de la emisora. De hecho, ese era el verdadero objeto de mi llamada.
CHARLIE.- ¿Perdón?
GORDON.- Lo que oyes. Acabo de adquirir tu emisora de mierda en una rutinaria operación de ingeniería financiera y he optado por hacerles un ERE a todos los empleados de probada incompetencia, como por ejemplo tú mismo, tan dado a pajearte en horas de trabajo.
CHARLIE.- Hombre, tampoco es para ponerse así, digo yo…

(En eso, se abre la puerta que da acceso al habitáculo y entra por ella otro Charlie Churrales, de aspecto bastante deplorable,  con el nudo de la corbata aflojado y barba de días).

CHARLIE 1º.- ¿Y tú de dónde sales?
CHARLIE 2º.- Más bien deberías preguntar de cuándo. Yo también procedo del futuro. El señor Rotten me ha dado permiso para venir a la emisora a recoger mis cosas (Dicho esto, comienza a meter las revistas guarras en un saco de basura).
CHARLIE 1º (indignado).- ¿Y era necesario darse tanta prisa?
CHARLIE 2º (encogiéndose de hombros).- No sabes cómo las gasta el señor Rotten. Siempre lo quiere todo para ayer.
CHARLIE 1º (acercándose desconsoladamente al micrófono).- En fin, señor Rotten, sigue en pie el ofrecimiento ¿Algún tema que dedicar antes de que me vaya?
GORDON.- Pues hombre, ya que insistes… Me gustaría oír la canción ganadora del festival de eurovisión.
CHARLIE 1º.- ¡Pero si el festival de eurovisión no es hasta la semana que viene!
GORDON (resoplando impaciente).- ¡Y dale! ¿Todavía no te has enterado de que yo vivo en el futuro? Deberías tener más visión de futuro, Charlie. Estas cosas te pasan por no ser emprendedor.
CHARLIE 1º.- En ese caso, ¿podría usted decirme cuál será la canción ganadora?
GORDON.- ¿Y cuál va a ser? ¡La de España, naturalmente! Deberías saber, o al menos intuir, que éste va a ser un gran mes para España, entre eurovisión, la final de la champions y las elecciones europeas. No es que me guste hacer de Elena Francis, pero ahí va un buen consejo para ti: aprende a ser positivo y a ver el futuro con optimismo. Ya verás cómo enseguida empieza a cambiar tu suerte.
CHARLIE 1º (murmurando entre dientes).- No, si ya lo veo, ya. (Dirigiéndose a Charlie 2º) ¿Puedo quedarme ésta?
CHARLIE 2º.- Puedes. Total, va a acabar siendo mía igual…

(Charlie 1º recoge la revista guarra que andaba manoseando en el momento en que llamó Gordon Rotten. Los dos Charlies abandonan la emisora cabizbajos y compungidos, mientras suenan en el aire los acordes de Dancing in the Rain, cantada por Ruth Lorenzo. Finalizada la canción, da comienzo el noticiario de las 10, en el que se oye la noticia de la victoria del Atleti en la final de la champions y de Elena Valenciano en las elecciones europeas. Mientras tanto, va cayendo lentamente el telón).

Jardiel Poncela

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“Cada vez que se encuentre usted del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar”. M. Twain

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