Nadie que no haya vivido bajo palos puede hacerse una idea exacta de lo que es ser portero. Son gente rara los porteros. Su estirpe se remonta a la noche de los tiempos. Allá en la lejana Elea, en el siglo VI antes de Cristo, incluso antes de inventarse el juego, debieron surgir los primeros cancerberos, guardianes de las porterías. Por aquel entonces, como Parménides, te hacías portero porque te atraía el Uno; o como Pitágoras, para poder reflexionar ajeno a todo lo demás, incluso al partido, sobre ángulos y trayectorias imposibles que acababan irremediablemente por alojar el esférico en las mallas. Por eso ninguno de los milesios, ni Tales ni Anaximandro, ni el mismísimo Heráclito, más amantes del flujo universal, quisieron jugar jamás de portero. Aborrecían el Uno, su inmutabilidad, su soledad. Las grandes tragedias griegas y también los primeros poemas épicos contaban la vida de esos guardametas arcaicos, vetustos ascendientes de los Ricardo Zamora, Amadeo Carrizo o Arkonada de ayer.
El portero, como el anacoreta, ama la vida solitaria; indiferente a las vicisitudes de los otros diez compañeros suyos, cuyo ser transcurre por toda la cancha, hasta viste distinto; casi se diría que mantiene vínculos más estrechos con los habitantes del banquillo que con quienes corretean ante él por el rectángulo de juego. Él vive entre los tres palos. La portería es cuanto precisa para ser feliz y para ser desgraciado. Si pudiera la amueblaría; con sobriedad, eso sí, pero con gusto. No faltaría una buena hamaca para poder disfrutar del encuentro o para releer a Borges. Incluso colgaría, por qué no, un par de cuadros. No le hace falta ni el balón; en cuanto lo atrapa se deshace de él, regalándolo a algún compañero o mandándolo lejos de sus dominios. La mera idea de tener que recogerlo del fondo de su morada le apesadumbra más que nada; inclusive más que la soledad, porque su retiro al menos es voluntario; pero recibir un gol, él que ha leído a Heidegger y sabe qué es la angustia, ese mal originario en que se inscribe toda ontología, el verdadero ser del portero, recibir un gol es un pasaporte al fracaso, un salvoconducto a la nada.
El arquero, ser reflexivo y taciturno, un eremita casi, es también valiente, osado y temerario. Así puede hacer frente, sin arredrarse, a las acometidas de esos killers del área y a esa voracidad insaciable suya por profanar su portería, ese templo sagrado. Y como su primo el portero de balonmano, el guardameta porta en sus genes un ápice de locura y muchos arrestos. Se diría emparentado a los viejos samuráis y a los aizcolaris. De ahí esa otra estirpe de grandes cancerberos, la vasca; gente ruda, incapaz de defender si no es a base de hostias un buen razonamiento, un argumento sólido; con la misma profundidad que un filósofo alemán pero con algo más de contundencia. La razón impuesta a leches, vaya. Si eres vasco eres buen portero; como Iribar, Carmelo, Yarza o Agustín Eizaguirre. Grandes arqueros griegos, vascos y también rusos, como Dasaev o Yashin, la araña negra, que lo mismo estudiaba a sus rivales que leía a Dostoyevski apoyado en un palo y que era prácticamente imbatible; siempre de riguroso negro, austero como una monja de clausura, que paraba cada balón sin aspavientos acabando por desquiciar hasta al más avispado de los delanteros rivales.
La vida transcurre a un ritmo distinto si eres portero. A diferencia del resto de mortales la ves pasar ante ti como a cámara lenta, sin prisas; te suele pillar con la sonrisa pintada en los labios, porque como Moisés, tú también sabes que algún día verás a dios cara a cara y que será una tarde con el estadio lleno hasta la bandera, quién sabe si disputando una final de la Copa de Europa. Ese día el diez plantará con mimo el balón en el fatídico punto de penalti. Tomará carrerilla para ejecutar la pena máxima y lo chutará hacia la escuadra, donde nada ni nadie es capaz de alcanzarlo; nada ni nadie excepto tú, que volarás hacia el cuero y con la punta de la manopla lograrás desviarlo de su trayectoria impidiendo milagrosamente el gol. Todos se abalanzarán sobre ti para felicitarte. El estadio en pie coreará tu nombre. Dios cara a cara; la gloria del portero. Después, al apagarse los focos, la nostalgia de nuevo volverá a inundar tu vida. Así es el ser de los porteros; o el de casi todos, al menos. También los hay como Buyo o como Higuita que nacieron para rebelarse contra su destino; porteros incapaces de abrazar una regla, de seguir ningún canon; que transitan por la vida como si el temor por encajar gol no fuese con ellos; irreverentes e iconoclastas juegan al fútbol lo mismo que podrían realizar acrobacias para el Cirque du Soleil. Pero esos porteros no dejan de ser una rara avis, una especie en extinción. Si eres portero sabes que te va a tocar llevar la cruz a cuestas y que ningún Cirineo te ayudará a cargar con ella. Estás solo ante el peligro, como Cooper. Ahí enfrente están los Messi, los Robben, los Neymar y los Müller dispuestos a todo. Estáis tú y tu soledad. Además, cuanto más solo, huérfano de centrales, de laterales carrileros y de mediocentros, también como Cooper, más grande, más legendaria se vuelve la figura del portero, héroe de este maravilloso género llamado western o fútbol o existencia o véte tú a saber cómo.
Phil O’Hara