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Ser hincha

El ser del hincha es rugir, alentar, vocear, chillar. Y también, claro, sufrir, llorar, resignarse y soportarlo todo. Pero la hinchada, de vez en vez también ríe, se regocija, toca el cielo, mora en él, aunque nunca, es cierto, lo suficiente; ser hincha es saborear la gloria; la de alzar una Champions o una Liga cualquiera, o aquella otra menor pero no tanto de ver vencer al equipo rival, al del pueblo vecino. La hinchada es amor a unos colores que son los del padre de uno, que ya fueron los del abuelo e incluso del bisabuelo, y así hasta el homo antecesor o casi. Aunque por amor, por amor a un holandés flacucho con el “14” a la espalda o a Butragueño la cadena puede, por qué no, llegar a romperse. Sólo así y sólo entonces el fútbol admite la traición, el abrazar otros colores, izar una nueva bandera. Como siga la historia luego es lo de menos (artículo completo en Football Citizens).

Phil O’Hara

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Yo tampoco soy del Madrid

Cuenta Tallón que una carretera sinuosa y una tarde fría camino de Cabeza de Manzanedo condujeron por caminos diametralmente opuestos a él y al Madrid. Si me detuviese a pensarlo quizá podría también yo contar las razones por las que, como él, tampoco soy del Madrid. De mi infancia guardo recuerdos poco nítidos que tienden a entremezclarse con historias alumbradas por una imaginación poco comedida. Es cierto que en el pueblo solíamos organizar a menudo partidillos de fútbol, y en ocasiones hasta tratábamos de emular a los clásicos que ya entonces, aunque muy de vez en cuando, retransmitían por televisión. En un lugar como aquel, tan pequeño, no era tarea fácil reclutar para la causa blanca a once chavales lo bastante hábiles con el balón como para que el partido se presumiese igualado y no acabase siendo una merienda de negros. En mi pueblo, en la provincia de Gerona, lo normal si te interesaba algo el fútbol, era sentir apego por los colores azul y grana y para poder juntar a once valientes dispuestos a enfundarse una zamarra blanca había que buscar hasta debajo de las piedras y torcer, además, algunas voluntades. Pero por jugar ese partido algunos éramos capaces de cualquier cosa: de traicionar principios de lo más sagrado, vendernos por bastante menos que un plato de lentejas o pasarnos al enemigo ni que fuese para que María Rosa, que estaba como un queso y llevaba loca a media pandilla, seguidora incondicional del equipo blanco, querencia que debió heredar de don Fulgencio Lanchas, su santo padre, socio del Real Madrid y teniente del destacamento en el pueblo de la Benemérita, se fijase en ti.

No recuerdo bien qué sucedió para que en uno de esos clásicos acabase yo en el bando de los del Madrid defendiendo una camiseta blanca. Traicionaría, claro, algún principio de ésos; aunque la idea no debió ser venderme por poco: con algo de fortuna y poniendo todo el empeño cabía la remota posibilidad de vencer a los de azulgrana y con la improbable victoria aspiraba, pobre iluso, a que María Rosa reparase en mí, flamante fichaje de los de blanco; e incluso, por qué no, que acabara por sucumbir a mis encantos balompédicos, que a cualquier otro hasta entonces no había hecho el menor caso. Por salir con la moza más de uno hubiésemos jurado en arameo; abjurar de unos colores y abrazar una causa tan gloriosa como la blanca se me antojaba, pues, pecata minuta. Vamos, que estaba dispuesto a aprender de memoria y recitar de carrerilla después a María Rosa el once de Molowny: Mariano García Remón, Sol, San José, Isidro, Benito, Vicente Del Bosque, Pirri, Stielike, Santillana, Juanito y Jensen.

Consumado el traspaso al bando rival y fijada la fecha de la contienda quedaba sólo aguardar pacientemente el día de autos. Cuando por fin el sábado a eso de las nueve y media llegamos los once vestidos de blanco al campo con tiempo suficiente como para tratar de organizar una táctica antes de empezar aquello, asomaron los primeros problemas: Doménech dijo que él jugaba de portero o se largaba de allí; de mayor, afirmaba, iba a ser como García Remón; argumento según él de una lógica irrefutable. Huelga decir que no pudimos convencerle de que iba a ser mucho mejor que ocupase cualquier otra demarcación, puesto que sólo se asemejaba al gran cancerbero del Madrid en que medía de ancho casi lo que García Remón de alto. Luego estaba lo de Miguel, que sin ser malo del todo con el balón se presentó con una lamentable camiseta imperio llena de lamparones. De no ser porque éramos solamente once creo que Rabasseda, el único que lucía una camiseta diríase que oficial, de esas con escudo y todo, le hubiese impedido, no sin razón, ser del equipo. Por su parte Martín, el hermano gemelo de Doménech (nadie lo diría; Martín era aún más obeso que su hermano), aseguraba encontrarse en plena forma y no concebía empezar a jugar un partido sin dar cuenta antes del bocadillo de chorizo que su madre le preparaba, decía, con tanto esmero. Ante semejante panorama a Puig le castañeaban los dientes y temblaban las piernas y no paraba de lamentarse y profetizar que nos iban a meter un gol para cada uno.

Lo cierto es que éramos una auténtica banda. Había perdido toda esperanza de tener algo con Rosa María. Nos iban a pasar por encima sin piedad; nos aguardaba un verdadero calvario. ¡Quién me mandaría abrazar unos nuevos colores con la peregrina idea de cautivar a la buena de María Rosa! Al final Puig se equivocó. Perdimos sólo siete a cero; aunque no fue lo peor. A María Rosa le dio por encapricharse de mi amigo Quim Güell, capitán de los de azulgrana. Y cuando regresé a casa hecho unos zorros mi padre me prohibió volver a jugar de blanco; no porque él fuese hincha del Barcelona; en realidad el fútbol apenas le interesaba; fue por no tener que poner tantas lavadoras. <<¿Que te has hecho del Madrid? ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que poner una lavadora cada vez que juegas un partido? Te haces otra vez del Barça, que así te ensuciarás menos. Y no se hable más.>> Y no se volvió a hablar. A un padre hay que hacerle caso, así que no sé si por las lavadoras o porque nunca logré que María Rosa se fijase en mí, el caso es que desde aquel lejano sábado el Madrid y yo transitamos también por caminos diametralmente opuestos.

Phil O’Hara

 

http://descartemoselrevolver.com/2013/01/16/por-que-no-soy-del-real-madrid/

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El ser del portero

Nadie que no haya vivido bajo palos puede hacerse una idea exacta de lo que es ser portero. Son gente rara los porteros. Su estirpe se remonta a la noche de los tiempos. Allá en la lejana Elea, en el siglo VI antes de Cristo, incluso antes de inventarse el juego, debieron surgir los primeros cancerberos, guardianes de las porterías. Por aquel entonces, como Parménides, te hacías portero porque te atraía el Uno; o como Pitágoras, para poder reflexionar ajeno a todo lo demás, incluso al partido, sobre ángulos y trayectorias imposibles que acababan irremediablemente por alojar el esférico en las mallas. Por eso ninguno de los milesios, ni Tales ni Anaximandro, ni el mismísimo Heráclito, más amantes del flujo universal, quisieron jugar jamás de portero. Aborrecían el Uno, su inmutabilidad, su soledad. Las grandes tragedias griegas y también los primeros poemas épicos contaban la vida de esos guardametas arcaicos, vetustos ascendientes de los Ricardo Zamora, Amadeo Carrizo o Arkonada de ayer.

El portero, como el anacoreta, ama la vida solitaria; indiferente a las vicisitudes de los otros diez compañeros suyos, cuyo ser transcurre por toda la cancha, hasta viste distinto; casi se diría que mantiene vínculos más estrechos con los habitantes del banquillo que con quienes corretean ante él por el rectángulo de juego. Él vive entre los tres palos. La portería es cuanto precisa para ser feliz y para ser desgraciado. Si pudiera la amueblaría; con sobriedad, eso sí, pero con gusto. No faltaría una buena hamaca para poder disfrutar del encuentro o para releer a Borges. Incluso colgaría, por qué no, un par de cuadros. No le hace falta ni el balón; en cuanto lo atrapa se deshace de él, regalándolo a algún compañero o mandándolo lejos de sus dominios. La mera idea de tener que recogerlo del fondo de su morada le apesadumbra más que nada; inclusive más que la soledad, porque su retiro al menos es voluntario; pero recibir un gol, él que ha leído a Heidegger y sabe qué es la angustia, ese mal originario en que se inscribe toda ontología, el verdadero ser del portero, recibir un gol es un pasaporte al fracaso, un salvoconducto a la nada.

El arquero, ser reflexivo y taciturno, un eremita casi, es también valiente, osado y temerario. Así puede hacer frente, sin arredrarse, a las acometidas de esos killers del área y a esa voracidad insaciable suya por profanar su portería, ese templo sagrado. Y como su primo el portero de balonmano, el guardameta porta en sus genes un ápice de locura y muchos arrestos. Se diría emparentado a los viejos samuráis y a los aizcolaris. De ahí esa otra estirpe de grandes cancerberos, la vasca; gente ruda, incapaz de defender si no es a base de hostias un buen razonamiento, un argumento sólido; con la misma profundidad que un filósofo alemán pero con algo más de contundencia. La razón impuesta a leches, vaya. Si eres vasco eres buen portero; como Iribar, Carmelo, Yarza o Agustín Eizaguirre. Grandes arqueros griegos, vascos y también rusos, como Dasaev o Yashin, la araña negra, que lo mismo estudiaba a sus rivales que leía a Dostoyevski apoyado en un palo y que era prácticamente imbatible; siempre de riguroso negro, austero como una monja de clausura, que paraba cada balón sin aspavientos acabando por desquiciar hasta al más avispado de los delanteros rivales.

La vida transcurre a un ritmo distinto si eres portero. A diferencia del resto de mortales la ves pasar ante ti como a cámara lenta, sin prisas; te suele pillar con la sonrisa pintada en los labios, porque como Moisés, tú también sabes que algún día verás a dios cara a cara y que será una tarde con el estadio lleno hasta la bandera, quién sabe si disputando una final de la Copa de Europa. Ese día el diez plantará con mimo el balón en el fatídico punto de penalti. Tomará carrerilla para ejecutar la pena máxima y lo chutará hacia la escuadra, donde nada ni nadie es capaz de alcanzarlo; nada ni nadie excepto tú, que volarás hacia el cuero y con la punta de la manopla lograrás desviarlo de su trayectoria impidiendo milagrosamente el gol. Todos se abalanzarán sobre ti para felicitarte. El estadio en pie coreará tu nombre. Dios cara a cara; la gloria del portero. Después, al apagarse los focos, la nostalgia de nuevo volverá a inundar tu vida. Así es el ser de los porteros; o el de casi todos, al menos. También los hay como Buyo o como Higuita que nacieron para rebelarse contra su destino; porteros incapaces de abrazar una regla, de seguir ningún canon; que transitan por la vida como si el temor por encajar gol no fuese con ellos; irreverentes e iconoclastas juegan al fútbol lo mismo que podrían realizar acrobacias para el Cirque du Soleil. Pero esos porteros no dejan de ser una rara avis, una especie en extinción. Si eres portero sabes que te va a tocar llevar la cruz a cuestas y que ningún Cirineo te ayudará a cargar con ella. Estás solo ante el peligro, como Cooper. Ahí enfrente están los Messi, los Robben, los Neymar y los Müller dispuestos a todo. Estáis tú y tu soledad. Además, cuanto más solo, huérfano de centrales, de laterales carrileros y de mediocentros, también como Cooper, más grande, más legendaria se vuelve la figura del portero, héroe de este maravilloso género llamado western o fútbol o existencia o véte tú a saber cómo.

Phil O’Hara

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Ver el Mundial

No hay que descuidar determinadas tradiciones. Como la de ver el Mundial. Hay que ver el Mundial; pero un Mundial no es algo que pueda verse de cualquier manera, no señor. Un Mundial hay que verlo como dios manda. No se trata sólo de sentarse frente al televisor y ver ganar a España. O verla perder. Ni de esperar a que lleguen las semifinales para ponerse a ver un Holanda-Brasil; eso sería como de nuevo rico. Ver un Mundial conlleva su liturgia; se deben atender ciertos preceptos, hacer caso de algunas normas, como la de tragarse todos los partidos, sin rechistar, poniendo todo el empeño del que uno es capaz; con fe, aunque no la tengamos, como si nos fuese la vida en ello. Para empezar es obligado vestir para la ocasión, con ropa cómoda; chándal y zapatillas sería lo más conveniente. A eso de las seis uno tiene que estar a punto para el Corea del Sur-Argelia. Otra regla poco menos que ineludible es la de ver el partido con tu hijo de doce años. Únicamente así aseguras que la tradición va a seguir perpetuándose durante al menos un par de generaciones más. La soledad puede casar muy bien con la Champions, pero está reñida con un Mundial. Tras chuparte la victoria de los africanos habrá que anular cualquier compromiso que nos impida ver el Bosnia Herzegovina-Irán. Si por lo que sea se nos pasó programar esa hora y media delante de la televisión y concertamos una cita, no queda otra que cancelarla. Incluso en el poco probable caso de que hayamos quedado con Scarlett Johansson. Nadie dijo que iba a ser fácil; pero no hay que desfallecer a las primeras de cambio; la suerte es que siempre cabe regodearse con aquel Italia-Inglaterra; hasta con el Brasil-Italia del 70; no todo iba a ser sufrir.

Las normas no acaban ahí; hay algunas reglas más. Si eres de los que vas a ver un Mundial sabes que una bandera nunca es suficiente. Deberás estar dispuesto a izar por lo menos dos, aunque tres o cuatro sería lo más sensato. Que a la roja la mandan para casa, pues habrá que apostar por otra. Por Alemania, aunque esta vez tampoco hayan convocado a Karl-Heinz, al viejo Rummenigge. Incluso la Hungría de Kocsis puede servir; quizá no para esta edición, pero Hungría siempre es un valor seguro. También se admiten filias bastante más exóticas; menos clásicas; de manera que quizá puedas echar el resto por Costa Rica o incluso por Grecia, que por algo los griegos acunaron la civilización e inventaron los Juegos Olímpicos; a nadie debiera extrañarle, pues, que Heráclito y Parménides fuesen en realidad dos grandes entusiastas de la Copa del Mundo, aunque el fútbol lo inventaran algunos siglos después en la culta Britania; pero ya se sabe, las fechas, el tiempo, siempre limitándolo todo.

Para cuando al fin el Mundial acabe, que acabará, costará retomar las rutinas diarias y volver a recuperar el ánimo; pero ya llevamos suficientes fases finales como para saber que tras cuatro años tocará vivir otro más, el siguiente. Será en las blancas estepas de la gran Rusia, la de Yashin y Mostovoi. Entretanto no quedará otra que transitar el severo periplo al amparo de la competición doméstica; ese sucedáneo que a pesar de todo mantiene cierto encanto. Y siempre quedará al menos la Champions, que es como la Copa del Mundo pero sin Brasil, ni Argentina, ni Uruguay. Por eso hay que ver el Mundial, y verlo como dios manda. Para poder bajar al bar de la esquina y comentarle al barman que si Sabella arma su once para que luzca Lionel los argentinos tienen mucha chance de alzarse con la copa; y para que él replique que quizá sí; pero porque ya no está Rummenigge, que si no a esta Alemania no la paraba nadie. Y que ojito con Brasil. ¡Qué me vas a contar! Y entre cerveza y cerveza desfilarán el gol de Cardeñosa, la naranja mecánica, aquel gol de Pelé que no fue, la mano de Dios y hasta el genio de Fuentealbilla. No hace falta que el mundo se pare; con que durante cuatro semanas ande algo más despacio y nos alcance para ver el Mundial nos basta. Porque hay que ver el Mundial; claro que hay que verlo.

Phil O’Hara

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¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!

Ese domingo íbamos a disputar una final de la Copa del Mundo, o de la Champions; aquello iba a ser por lo menos como un Manchester-Bayern. En el último entrenamiento antes del partido, el «negro» Arauz no se entretuvo demasiado en cuestiones tácticas: <<Quiero que corráis como perras>> fue cuanto dijo; de líneas de tres atrás, dobles pivotes, carrileros largos, cuatro-cuatro-dos o cuatro-tres-tres, ni media palabra. La sesión concluyó con una arenga de ésas que lo mismo valen para invadir Polonia que para afrontar el partido del domingo: el «negro» nos amenazó con rebanarnos la minga si se nos ocurría salir de juerga el sábado: <<Os quiero a las diez en casita a todos, cabrones; que no me entere yo de que alguno salió el sábado.>>

Así que el sábado, después de cenar, bajé al bar a tomar un cortado con la intención, lo juro, de volver pronto a casa, ver un rato en el televisor el «Un, dos, tres, responda otra vez» y acostarme a una hora prudencial; no por temor a la nada velada amenaza del «negro» sino por cierta ansia de gloria. Imaginaba que de lograr el soñado ascenso, los once pasaríamos a ocupar ya para siempre un lugar en la memoria colectiva del pueblo. Subir de categoría tenía que ser lo más parecido a ganar la Copa de Europa y eso era más que suficiente para sacrificar un fin de semana de farra; ya habría ocasión de salir a celebrar la victoria o de ahogar en vino las penas caso de no lograrla; ese sábado tocaba quedarse en casa.

A medio cortado apareció Joan Matas, titular en la medular, capaz de correr como un condenado los noventa minutos, que lo más seguro es que hubiese nacido con tres o cuatro pulmones el hombre, y vino a sentarse a mi lado en la barra del bar. Se pidió él también un cortado, con leche natural, y tras engullirlo de una vez, me dijo que por qué no nos acercábamos al pueblo de al lado a tomar una cerveza. Estaban en fiestas, habría buen ambiente y por tomarse una cerveza y regresar no tenía que ocurrir nada malo. <<Ya, pero y el «negro»…>>, dije yo. Media hora más tarde estábamos en el pueblo vecino, entablando conversación con un par de buenas mozas oriundas de allí. Cuando vi que Matas regresaba de la barra con cuatro gin-tonics supe que aquello iba a acabar mal. El plan primigenio era tomarse un par de cervezas, una cada uno, disfrutar un rato del ambiente y volver a casa. Que recordara, los combinados no formaban en absoluto parte de dicho plan. Y si las primeras copas no estaban en el programa, cuánto menos las segundas ni las terceras. Al cuarto gin-tonic no quedaba ni rastro del plan inicial. Eran las tres de la madrugada, entre copa y copa nos morreábamos con las dos mozas y entonábamos lo mismo el «Asturias patria querida» que el «¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!». Ganar, lo único que habíamos ganado era una tajada, ésa sí, de campeonato. La melopea que llevábamos encima era de época y todas las veces que tuve que ir a mear, que no fueron pocas, me despedí de mi dominga, a la que imaginaba rebanada de cuajo por el cuchillo blandido por las manos expertas del «negro» Arauz.

No podría decir con exactitud a que hora volví a casa, aunque recuerdo que había amanecido ya. Estábamos convocados a las cuatro de la tarde y a menos veinte mi padre logró la hazaña de sacarme de la cama. Con el tiempo justo para meter la cabeza bajo el grifo de la bañera y recoger las botas y las medias, salí de casa a toda leche y llegué al campo sólo con diez minutos de retraso, una cara que era un poema y una resaca a cuestas de padre y muy señor mío. Cuando por fin hubimos acabado con el ritual de cada fin de semana de vestirse de corto con las botas calzadas y bien atadas nos sentamos en los bancos del vestuario, con el «negro» Arauz en el centro dispuesto a dar la alineación. Matas iba a ocupar su lugar en el once como habitualmente; tras él debía nombrarme a mi, pero no lo hizo. Para sorpresa de todos el míster me relegaba a la suplencia justo el día más importante de la temporada. He de confesar que lo primero que se me pasó por la cabeza fue si iba a ser capaz de la hombrada de no dormirme en el banquillo. Sospechaba que la decisión del «negro» tenía que ver más con la escapada de la noche anterior que con cuestiones meramente futbolísticas, aunque no tenía, aún, pruebas de ello. El partido se fue desarrollando por los cauces previstos: los nervios por conseguir nosotros el ascenso y nuestro rival el jamón -que era lo típico en aquellas categorías, demasiado humildes para tratar con maletines- atenazaban a todos y el juego era más embarullado que de costumbre. Se llegó al descanso con el resultado inicial pero al poco de reanudarse el encuentro el Besalú marcó el cero a uno en una jugada desgraciada: un balón mal despejado por nuestro portero rebotó en la espalda de un defensa y se coló en la portería. Disponíamos de media hora para dar la vuelta al marcador y lograr el ascenso a primera regional. Con cara de pocos amigos el «negro» me mandó a calentar a la banda. Cinco minutos después, antes de dejarme saltar al campo, me agarró del brazo y me dijo al oído: << Eres un pedazo de cabrón y por tu culpa no vamos a subir. Como no metas dos goles te juro por mis muertos que te corto los cojones. Esta me la pagas.>>

El partido acabó tres a uno y logramos subir de categoría. No metí dos goles, aunque sí el del empate, de churro, pues el chut me salió mordido. Con el pitido final vi al míster saltar al terreno de juego y hasta que no se fundió en un abrazo con nosotros no tuve claro si venía a cumplir su amenaza o a felicitarnos por la gesta. La angustia que pasé durante unos minutos debió ser por lo menos tan grande como la decepción del Besalú por quedarse sin jamón. Desde aquel fin de semana si en alguna ocasión el «negro» volvió a aconsejarnos no salir de casa, crean que no bajé ni a tomar el cortado, sólo por no encontrarme con Matas; aunque dudo mucho, la verdad, que tal cosa volviese a suceder jamás.

Phil O’Hara

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