LUNES DE AGUAS

Cincuenta y cuatro días habían pasado, con sus respectivas noches (los cuarenta días de la Cuaresma, más los siete de la Semana Santa, más los siete de la Semana de Pascua) desde aquel Martes de Carnaval, a la vez tan cercano y tan lejano en el tiempo, en que todas las “mujeres de mala vida” de la ciudad, bajo la torva y atenta mirada del Padre Putas, se habían embarcado rumbo a su destierro temporal a la otra orilla del río Tormes. Mariola, al igual que las demás meretrices, se había acomodado en una esquina del batel, no sin que antes el cetrino páter, en el momento preciso de embarcar, la agarrara fuertemente por el brazo y le espetara con admonitoria seriedad:

-Me trae sin cuidado que tu alma pecadora arda en el infierno, pero por nada del mundo permitiré que arrastres allí a Federico. Puedes estar segura de ello.

Durante unos breves instantes le sostuvo la mirada, pero no tardó en bajar la cabeza al creer percibir en los ojos del cura lo que le parecieron sendos rescoldos de las llamas del orco. Era aquella una mirada que destellaba odio, un odio acérrimo e infinito que no dejaba de resultar contradictorio en alguien que se consideraba ministro de quien dijo una vez aquello de “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Fue entonces cuando aquel cancerbero a la inversa, que expulsaba las almas perdidas al infierno en lugar de retenerlas, se alejó para atender las otras recuas de pupilas tomando posición en los esquifes. Aprovechando la ocasión el barquero, tras ayudarla galantemente a subir, le dijo a media voz en un tono socarrón y compasivo a partes iguales:

-Con la iglesia hemos topado.

A Federico lo había conocido aquella noche de Martes de Carnaval, en el baile de máscaras organizado por los estudiantes de Medicina en el Palacio de Fonseca, de la que entonces no se podía decir para nada que estuviera triste y sola. Ella y las demás prostitutas menudeaban por los rincones a la caza de bisoños mancebos a los que iniciar (o impartir un curso de perfeccionamiento) en las artes amatorias. A diferencia de sus colegas, Mariola nunca había sido pródiga en zalamerías ni ademanes obscenos, impostando un aura de fragilidad y timidez que tal vez fuera lo que suscitara el interés de Federico, quien no vaciló un instante en acercársele e invitarla a bailar, tan pronto como sus miradas respectivas se cruzaron en el claustro de Fonseca bajo la sombra del antifaz. Desde el principio le había parecido guapísimo y por un momento (¡qué tonta!), se había dejado seducir por la ficción de que aquel acto puramente mercantil hubiera podido ser el preludio de algo parecido a una relación sentimental, de las que tenían las señoritas de verdad. Luego se habían ausentado discretamente en mitad de la fiesta y le había llamado poderosamente la atención que, cuando ella hiciera mención de quitarse los antifaces, él le sujetara la muñeca en el viaje de la mano hacia su rostro y le susurrara quedamente al oído:

-No antes de las doce de la noche. Hasta entonces mejor no saber absolutamente nada el uno del otro.

Extrañada ante esta insólita proposición, se había abandonado al solaz de aquellos brazos, jóvenes pero en absoluto inexpertos, que, para su sorpresa aún mayor, la habían tratado con una delicadeza de la que nunca se había considerado digna y que, desde luego, nunca había disfrutado antes con ningún otro cliente. “Debe ser así como tratan los maridos a sus esposas o, en general, los hombres a las mujeres que aman” ¿Podría algún día ella ser querida de ese modo?, pensó en un alarde de ingenuidad. Tales reflexiones fueron seguidas de un profundo y atribulado suspiro, tan pronto como despertó a la cruda realidad. La cual bien podía quedar reducida a una máxima tan simple como irrefutable: es muy fácil caer en el arroyo, pero luego resulta prácticamente imposible salir de él.

-Tengo que irme. Ya sabes cuáles son las ordenanzas –dijo ella, desasiéndose con mal disimulada resignación de aquel cálido brazo que, por unos instantes, le habían hecho sentir como una mujer de verdad, en vez de como un mero objeto de placer. Luego se había enfundado en su vestido vulgar de maritornes, mientras él la observaba con deleitosa concupiscencia desde detrás de la máscara que, al igual que en el caso de ella, seguía cubriéndole el rostro.

-Voy contigo –exclamó él incorporándose y vistiéndose rápidamente, apenas hubo encaminado Mariola sus pasos hacia la puerta del lóbrego cuartucho de la pensión donde acababan de yacer juntos.

Sin pronunciar palabra la acompañó hasta la orilla del Tormes, en las inmediaciones del puente romano, donde ya las barcazas estaban dispuestas para trasladar su innoble mercancía al otro lado de lo que a ella en ese momento se le antojó como la laguna Estigia. Porque aquello era lo más parecido a la muerte. Tan dolorosa le resultaba en aquellos momentos la separación, sin que acertara a explicarse el porqué. Fue entonces cuando las campanas de la Clerecía tañeron las doce de la noche con su sonido patibulario y vibrante.

-Ahora sí que ha llegado el momento de quitarse las máscaras –dijo él.

Así lo hicieron, y entonces supo que había quedado definitivamente prendada de aquella mirada glauca y limpia que, para su creciente asombro, era la primera mirada limpia que le habían dirigido en sus diecinueve años de vida, que aunque no eran muchos, en la calle habían transcurrido increíblemente largos.

-Soy Federico. Te estaré esperando cuando vuelvas.

Ella le dijo también su nombre y sellaron su reciente conocimiento con un beso largo y cálido, instante mágico en el que sintió que quedaba atrapada la eternidad. Eternidad a la que puso fin la voz autoritaria de ese hombre hosco y siniestro que, enfundado en su negra sotana, era lo más parecido a un heraldo de la muerte. Mariola creyó percibir un vago aire familiar entre el hombre que había poseído su cuerpo aquella noche y el malévolo páter, empeñado aparentemente en hacerse con el control de las almas de cuantos estaban allí. De hecho, era como si un escultor invisible hubiera pulido las facciones del sacerdote y, al suavizarlas, el resultado hubiese sido el efébico rostro de Federico.

-Ya está bien. Es hora de embarcar –dijo escuetamente el Padre Putas, fulminando a Mariola con aquella mirada transida de hostilidad que, de haber sido un rayo, sin duda la hubiera traspasado de parte a parte ¿Por qué tanto odio concentrado precisamente en ella? Daba exactamente igual. No quedaba otra que obedecer así que, desasiéndose lentamente del abrazo de Federico, recibió un último beso de este último en los dedos tras posarlos brevemente en sus labios y se encaminó, cabizbaja y con gesto compungido, hacia el lugar donde estaban fondeados los esquifes.

Casi dos meses habían transcurrido entre aquella fría noche de invierno y esta luminosa mañana primaveral del Lunes de Aguas, en la que Mariola se preguntaba con el corazón en un puño si acaso estaría esperándole la felicidad al otro lado del río. No dejaba de escudriñar la orilla opuesta haciendo visera con la mano, a la vez que se dirigía a sí misma toda clase de reproches por ser tan ingenua. Sin duda que la breve travesía hubo de resultarle como a Don Quijote cuando llegó a Zaragoza y cruzó el río Ebro en un bote como aquel, creyendo en el medio de su entrañable locura que navegaba por un mar encantado.

Hasta que lo vio. Allí estaba él, justo al borde de la corriente, sujetando en la mano un ramo de rosas y un objeto brillante que (casi le daba miedo admitirlo), le pareció que era un anillo de pedida. El barquero (casualmente el mismo que la acompañara en el viaje de ida) se quedó atónito cuando la vio saltar al agua y mojarse el bajo de la falda sin que el bote hubiese aún atracado. Atolondradamente se lanzó en los brazos de Federico, al tiempo que sus compañeras y los amigos de él prorrumpían en una salva de aplausos, mientras ellos dos, ajenos a cuantos les rodeaba, volvían a recuperar el sabor de la eternidad al fusionarse sus bocas en un beso, si cabe, más cálido y luminoso aún que el que selló la hora de la separación.

-Te dije que te esperaría –dijo él, mirándola fijamente a los ojos y entregándole lo que, en efecto, era un anillo de pedida.

-Nunca creí que lo hicieras –balbuceó ella, con los ojos anegados por lágrimas de incrédula felicidad.

-Siempre cumplo mi palabra. Contigo iría al mismísimo infierno, si me lo pidieras.

Al oír esto Mariola, como impelida por un resorte, dio un respingo, sintiéndose acometida por una extraña sensación de dejà vu. Y entonces volvió ligeramente la cabeza y lo vio, al Padre Putas, a escasos metros de donde ellos estaban. Pero su expresión ya no era de odio, sino que reflejaba la más viva (o muerta) imagen de la derrota. Muy lentamente este se giró y comenzó a alejarse de allí con pasos lánguidos y cansinos, como si hubiera envejecido cien años en apenas dos meses. Mariola no pudo evitar sentir una punción de compasión por él.

-¡Qué raro! – exclamó ella- El páter me dijo algo muy parecido en el momento en que subí a la barca, el Martes de Carnaval.

-No le hagas caso al Padre Alberto. En el fondo es buena persona, aunque demasiado estricto. Es mi tío.

Una vez más, Mariola no pudo evitar que un pensamiento la sobresaltara, perforándola con la contundencia de un diamante al atravesarle la frente ¿Su tío? Ahora encajaba todo: el parecido familiar entre él y Federico, el odio llameante en aquella mirada torva… Sin duda no eran otros sino sus propios demonios los que había intentado aquella noche conjurar, sin caer en la cuenta de que nunca lograría exorcizar de su alma aquel infierno de remordimientos que lo torturaban, fruto de haber sucumbido años atrás a la tentación del amor, puede que con una mujer como ella. Y volvió a sentir pena…

Pero nada de eso importaba ya porque, tan pronto como Mariola volvió a posar los ojos sobre la mirada límpida y transparente de Federico, a tono con el cielo azul de Salamanca, supo que, en aquella radiante mañana de primeros de abril en que florecieran con inesperada pujanza las soñadas promesas de amor, había empezado por fin la primavera.

Jardiel Poncela

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