Archivos Mensuales: junio 2015

El apóstata

Por fortuna, el casco no dejaba ver muy bien las lágrimas. Era lo que pensaba Miguel mientras aguardaba sobre las escaleras del Congreso, en formación perfectamente compacta, junto con sus compañeros de la brigada antidisturbios. Frente a sí tenían a una multitud vociferante y encolerizada, cuyo aspecto a decir verdad tenía muy poco de amenazante. Miguel sabía muy bien (la experiencia es un grado, o eso dicen) que se disolverían sin más a la primera acometida. Repartirían unos cuantos porrazos, efectuarían algunas detenciones, tal vez unos pocos (los más osados) organizarían pequeños gropúsculos de resistencia en las callejuelas adyacentes que lograrían aguantar un par de cargas y dentro de una hora, como máximo, aquel nuevo e inútil conato revolucionario habría quedado en la nada. En definitiva, aquello era simple rutina y no había ningún motivo racional por el que preocuparse. Si esto era así, ¿por qué no lograba zafarse de aquella incómoda sensación de congoja que lo atenazaba y hacía que le entraran ganas de llorar?

Al igual que les sucede, según cuentan, a los moribundos, que ven desfilar ante sí su vida entera segundos antes de fallecer, Miguel reproducía en su memoria, con la misma nitidez que si los estuvieran proyectando sobre una pantalla de cine, los momentos clave de su existencia. Recordaba que siempre, desde niño, le había hecho ilusión ser policía y, más en concreto, guardia civil. Le parecía que no había tarea más digna de encomio que el proteger a la sociedad de terroristas, traficantes de droga y delincuentes de toda condición. O el salvar vidas, como hacían sus compañeros del grupo de rescate de alta montaña. O velar por la seguridad de nuestras carreteras, sancionando a aquellos conductores que, mostrando un desprecio sumo por la vida humana (incluyendo la suya propia), se creían con derecho a infringir las normas de tráfico cuando les viniera en gana. Sin embargo, no había visto realizado ninguno de aquellos sueños y, en su lugar, había tenido que conformarse con aquel destino en la brigada antidisturbios, que en los últimos meses venía desplegando una actividad muy intensa como consecuencia del significativo aumento de las protestas callejeras. Tenía la autoestima bastante baja, y lo cierto es que no se consideraba merecedor de un puesto más digno. Si bien dotado de una gran corpulencia y fuerza física, siempre había sido más bien corto de luces y le había costado gran trabajo sacar el graduado escolar. De modo que era allí donde había terminado, repartiendo mamporros entre mineros, estudiantes o simples indignados que, como estos que ahora tenía enfrente, cometieran el delito de clamar por sus libertades y derechos sociales. Esto era, por lo visto, lo único para lo que servía.

Sí, era cierto que arrear hostias se le daba de maravilla. Tan bien como mal se le daba el pensar o el cuestionarse el porqué de las cosas. El caso es que en este momento, al tener frente a sí a aquella enfurecida hueste a la que no parecía haber amedrentado en absoluto la nueva ley que penalizaba severamente las manifestaciones no autorizadas frente al Congreso de los Diputados y otros organismos públicos (a la que hipócrita y eufemísticamente bautizaran como Ley de Seguridad Ciudadana), no podía por menos que sentirse avergonzado y acomplejado ante ellos, pues habían tenido el valor de hacer algo de lo que él no se consideraba ni remotamente capaz. No sólo no luchaba, sino que además defendía a los responsables de aquel inmenso desaguisado, pese a que a él también le habían bajado al sueldo y a su mujer la habían despedido hacía poco de la tienda donde llevaba diez años trabajando, con una exigua indemnización que era lo único a lo que le daba derecho la reforma del mercado laboral ¿Cómo harían para pagar la hipoteca cuando se le acabara a ella la prestación por desempleo? La nueva ley también sancionaba a los que intentaran obstaculizar los desahucios ¿Acaso se vería obligado a cargar también contra los miembros de la plataforma que intentaran frenar su propio desahucio? La voz del sargento, dirigiéndose a los manifestantes a través del megáfono, le trajo de nuevo a la realidad:

-Último aviso: esta concentración no está autorizada. Retírense inmediatamente o, de lo contrario, serán disueltos.

Esta advertencia no pareció tener otro efecto sobre la multitud que el de enardecerla aún más, pues Miguel notó que incluso se atrevieron a avanzar unos metros más hacia las escaleras. Estaba tremendamente nervioso, sin acertar a explicarse a sí mismo el porqué. Nada tenía que ver su nerviosismo con el hecho de estar en la primera línea de la formación (donde ponían siempre a los agentes más corpulentos y expertos), pues en decenas de ocasiones anteriores había ocupado ese mismo puesto. Trató, sin éxito, de no pensar, y ello le sorprendió aún más, dado que era algo que hasta ahora no le había costado el menor esfuerzo. Pero ahora no lograba evitar el sentirse atenazado por un tremendo sentimiento de culpa. La tensión de la espera le resultaba insoportable, por lo que, concluyó para sí, lo mejor sería que la acción comenzara cuanto antes y, de esta manera, tomara posesión de su cerebro y de su cuerpo aquel animal interior que no tenía nada que ver con él y no le dejaba pensar. Fue justo en ese momento cuando se dejó oír el silbato del sargento y comenzó la carga.

Tal y como cabía prever, los antidisturbios penetraron en la multitud con la misma facilidad que un cuchillo al hender la mantequilla. Miguel no encontró prácticamente ninguna resistencia. Los propietarios de los amenazadores y feroces rostros que poco antes los insultaban e increpaban, huían despavoridos en todas las direcciones al ver abalanzarse sobre ellos a aquel gigante de casi dos metros de altura, que parecía perfectamente capaz de tumbar a un rinoceronte con su porra. Hasta que, llegado a cierto punto, topó con un joven de unos veinte años y aspecto más bien enjuto, que llevaba el pelo recogido en una coleta y blandía en su mano derecha algún tipo de herramienta que sin duda pensaba utilizar como arma. Miguel se quedó mirándole sorprendido y puede que hasta cierto punto atemorizado, más que por la presencia del objeto contundente, por la mirada resuelta y desafiante que emanaba de los ojos del joven con la fuerza de un lanzallamas. Su sorpresa fue aún mayor cuando el objeto en cuestión (una llave inglesa) se estrelló con fuerza inusitada contra su escudo, haciéndolo trastabillar. Ello hizo reaccionar a Miguel quien, siendo muy consciente de que no había enemigo pequeño y de que unos instantes de vacilación podían ser cruciales, enarboló su porra por encima de la cabeza del  muchacho y descargó sobre la misma un tremendo golpe en el que, no obstante, no había empleado toda su fuerza, pues de lo contrario habría corrido el riesgo de partírsela. El joven se desplomó en el acto, con un abundante chorro de sangre brotándole de la sien, que Miguel esperaba que no tuviera mayores consecuencias. Fue entonces cuando se percató de que el chico no estaba solo, sino que a su lado había una chica, que lanzó un grito de terror y se cubrió la cabeza con las manos, tan pronto como Miguel alzó la porra sobre ella. Pero, sin que acertara a comprender el motivo (eran muchas las cosas que no lograba comprender de cuantas le venían sucediendo a lo largo del día), sintió que una fuerza misteriosa le paralizaba el brazo y le obligaba a bajarlo lentamente, impidiéndole descargar el golpe. Al percatarse de ello, la chica se descubrió el rostro y lo miró fijamente a los ojos. Era muy guapa y se parecía mucho a su mujer, cuando era joven. Miguel pensó que, si hubieran tenido una hija en su matrimonio, sin duda se hubiera parecido mucho a ella.

-No temas, no voy a hacerte daño –le dijo Miguel, aunque en voz tan baja que no estaba seguro de que le hubiera oído. Más alto habló la voz que, en ese momento, se dejó oír a su lado.

-Si la tocas, te juro que te mato, picoleto de mierda.

Miguel se volvió y observó que el joven al que creía haber dejado KO se había levantado y, aunque con la mejilla completamente ensangrentada, seguía mirándolo con la misma furia llameante de antes. Era evidente que la chica era su novia y que estaba dispuesto a luchar por ella, como también estaba dispuesto a dejarse la piel en el intento para que su futura vida con ella pudiera desarrollarse en un mundo menos injusto y más esperanzado. Aquello fue lo que definitivamente terminó por decidir a Miguel. Ante la mirada atónita de los dos jóvenes, el gigante se despojó de su casco, dejando éste, junto con la porra y el escudo, en manos del joven de la coleta.

-Sostenme esto, por favor.

Y, dicho esto, alzó la voz por encima del fragor de la batalla, logrando que el enjambre de pequeños combates que se libraban en su entorno cesaran momentáneamente, a pesar del tumulto reinante (es preciso reconocer que su potente vozarrón, unido a su metro noventa y cinco de estatura, ayudaban en este sentido):

-Deteneos, compañeros. No tenemos por qué seguir haciendo esto. Nosotros también somos el pueblo. No sigamos yendo contra los nuestros.

Quiso la casualidad que a pocos metros de él se encontrara el sargento, quien, sin dar crédito a sus ojos ni a sus oídos, interrumpió sus marciales quehaceres para encararse con él:

-¿Te has vuelto loco, Hernández? –tenía por costumbre llamarle por el apellido- Vuelve a ponerte el equipo y olvidaremos que esto ha ocurrido.

Pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás (cosa que ni remotamente se le había pasado por la cabeza). Por toda respuesta, Miguel se encaró con el sargento y le dijo con una sangre fría que a él mismo le asombró:

-Apártate de mi camino –era, por cierto, la primera vez que tuteaba al sargento- O no respondo.

Agotados como estaban al parecer los cauces del diálogo, el sargento optó por abalanzarse sobre Miguel, con objeto de reducirle. Pese a estar desarmado, no le resultó difícil a este último (campeón de thai boxing que fuera en su juventud) neutralizar a su superior. Un rodillazo en salva sea la parte, seguido de un codazo en la nariz (en esta ocasión Miguel no hizo el menor intento por amortiguar el golpe) se encargaron de dejar fuera de combate al sargento, quien yacía en el suelo con el susodicho apéndice olfativo completamente destrozado. Atónito, Miguel se percató de que varios de los manifestantes (incluida la pareja a la que antes había aporreado y estado a punto de aporrear, respectivamente) le estaban aplaudiendo y vitoreando. Su mirada se vino a posar entonces sobre los leones de la entrada del Congreso, quienes por una décima de segundo parecieron tomar vida e increparle con una mirada idéntica a la del joven de la coleta “¡Vamos, hostia! ¿Qué coño estás esperando?” Fue lo más parecido al silbato del sargento, ordenando la carga. Sintiéndose arrastrado por un impulso irrefrenable, echó a correr hacia las escaleras del Congreso y comenzó a gritar como un poseído:

-¡Hijos de puta! ¡Hijos de la gran puta!

Apenas le quedaban unos metros para llegar a las puertas cuando sus compañeros lograron, por fin, detenerlo. Se necesitaron cinco o seis hombres…

__________________

Aquella mañana, a falta de otra cosa mejor que hacer y mientras permanecía a la espera de pasar a disposición judicial, Miguel estaba tumbado en su camastro de los calabozos de la Benemérita, mirando al techo. No se le permitía leer el periódico ni escuchar la radio, pero aún así había logrado enterarse (las noticias siempre han tenido la virtud de traspasar toda clase de muros) de que los manifestantes se habían quedado allí durante unos minutos después de que lo detuvieran, exigiendo su inmediata puesta en libertad. “¡Ese sí que es un picoleto con cojones!”, había gritado uno de ellos (casi podía adivinar quién) “¡A ver si a los demás se os pega algo!” Luego se habían disuelto pacíficamente, sin que los antidisturbios repartiesen un solo golpe más. Al parecer, el gobierno estaba considerando el derogar la así llamada “Ley de Seguridad Ciudadana”, ante la magnitud de lo ocurrido. Los muy cabrones. En eso se abrió la puerta de la celda y apareció un compañero suyo con la bandeja del almuerzo. Resultó ser un viejo conocido, al cual le unía una fuerte amistad.

-¡Joder, Miguel! Vaya huevos que tuviste con el hijoputa del sargento. En el cuerpo no se habla de otra cosa. En el fondo todo el mundo se alegra aunque, siendo realistas, es bastante probable que se te caiga el pelo. Le rompiste la nariz y eso, además de la expulsión automática del cuerpo, puede hacer que te caigan un par de años. De todos modos, no te desanimes. Por ahí andan recogiendo firmas para que retiren todos los cargos…

Miguel siguió oyendo el ronroneo de la voz de su amigo, que pese a estar allí al lado, se le antojaba como un eco muy lejano. No entendía muy bien el porqué (como últimamente le pasaba con todo lo que hacía), pero el caso es que no se sentía en absoluto desanimado. Por el contrario, estaba mejor que nunca. Tan pronto como su compañero abandonó la celda, dejó la bandeja con el almuerzo sin tocar encima de la mesa y continuó, preso como se hallaba de una infinita incuria, con su escrutinio del techo. Sintió entonces cómo a sus labios afloraba una sonrisa de satisfacción.

Jardiel Poncela

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