(Se alza el telón y aparece el difunto Jardiel Poncela caminando sobre las nubes, en pijama y bastante desorientado. Al llegar frente a las puertas del Cielo, un fornido y engominado portero le impide el paso, poniéndole una mano en el pecho).
PORTERO.- Lo siento. No se puede pasar sin corbata.
(Jardiel Poncela farfulla algo ininteligible, pero en ese momento se entreabre la puerta, chirriando sobre sus pesados goznes, y asoma la cabeza por un resquicio Jardiel Poncela Sr., padre de Jardiel Poncela).
J. PONCELA Sr..- Déjele pasar, Sánchez. El chico, la verdad, no es que me saliera muy espabilado, pero es un buen muchacho. Yo respondo de él.
PORTERO (titubeando un poco).- De acuerdo, Señor Poncela. Si usted lo dice…
(El portero le franquea la entrada a Jardiel Poncela. Su padre le pasa una mano por encima del hombro y lo conduce al interior del Reino de los Cielos).
J. PONCELA.- Ufff! Menos mal que estabas, papá. Esto de morirte de un infarto mientras estás durmiendo y que ni siquiera te dé tiempo a afeitarte…
J. PONCELA Sr..- La muerte es como un ladrón que te sorprende en un recodo del camino. Hay que estar en todo momento preparados para recibirla.
J. PONCELA.- Oye, papá, ¿cómo es Dios? ¿Es cierto que es un Señor con camisón y barba blanca, que lleva un triángulo con un ojo en la frente?
J. PONCELA Sr. (frunciendo el ceño).- ¿Cómo? ¿Es que no sabes nada?
J. PONCELA.- ¿Saber qué?
J. PONCELA Sr..- Veo que no estás al tanto de las últimas novedades. Las cosas han cambiado mucho por aquí. Habrá que ponerte al día…
(Se abre otra puerta que conduce a una gran estancia, en cuyo centro se alza el triple trono donde se haya asentada la nueva Santísima Trinidad, presidida por D. Emilio Botín, luciendo su sempiterna corbata roja. A su diestra podemos ver a Rodrigo Rato, grave y cejijunto, y a su siniestra, como no podía ser menos, se halla José Antonio Moral Santín. Sobre la cabeza de Botín, en vez de la tradicional paloma que representa al Espíritu Santo, podemos ver, sobrevolando, a la gaviota del PP. Al fondo, en el valle de Josafat, se distinguen los rostros de varios de los profetas de la nueva religión. Juan Calvino, Benjamín Franklin, los hermanos Rothschild o John Rockefeller se encuentran entre los más destacados. A Jardiel Poncela se le queda la mandíbula colgando, en una estúpida expresión de asombro).
J. PONCELA (aparte).- ¡Anda! Veo que eso de que la muerte nos iguala a todos es también un cuento chino.
D. EMILIO (dirigiéndose a Jardiel Poncela Sr.).- ¿Es este su chico?
J. PONCELA Sr..- El mismo que viste y calza, D. Emilio… (En eso, mira a los pies desnudos de su hijo). Son formas de hablar, por supuesto. La muerte le sorprendió en la cama, pero no vaya usted a pensar que es ahí donde pasa la mayor parte de su tiempo. De hecho, es un chaval muy trabajador, se lo aseguro.
D. EMILIO.- No lo pongo en duda. Debe serlo, siendo como es hijo de uno de nuestros mejores empleados. (Dirigiéndose a Jardiel Poncela) Y dinos, muchacho, ¿cuáles son tus habilidades?
(Jardiel Poncela se encoge de hombros, quedándose cabizbajo y pensativo durante unos instantes. Luego rompe a declamar teatralmente).
J. PONCELA.- Pues se me da bien tocar el aire, esculpir la forma de las nubes, cazar suspiros y arañar sombras. También soy hábil lanzando palabras encendidas al viento, que siempre terminan por extinguirse bajo la lluvia, como las pavesas encendidas de una hoguera. Y caminar obediente, con paso lento pero seguro, hacia la noche definitiva.
(D. Emilio Botín, presa de un gran desconcierto, intercambia unas palabras en voz baja con sus dos acompañantes. Finalizada la breve deliberación, carraspea y recompone el gesto).
D. EMILIO.- Francamente, no le auguro un futuro muy prometedor a todo eso. Dime, hijo, ¿no tendrás por casualidad bonos u obligaciones del estado, letras del tesoro o acciones en bolsa?
(Jardiel responde al interrogante con una estólida mueca, enmudeciendo durante unos segundos. No obstante, al final consigue reaccionar).
J. PONCELA.- No, pero en cambio tengo un poema, publicado en vida.
(D. Emilio trenza los dedos y se reclina en el respaldo del trono, logrando apenas evitar que a su rostro aflore un rictus de impaciencia).
D. EMILIO (reprimiendo un suspiro).- Bien, oigámoslo.
J. PONCELA (declamando con exagerada afectación).- Sólo sé amar; no sé hacer otra cosa / Soy una sombra que en el desierto clama, / agigantada por su propia llama / y desterrada de su propia fosa…
D. EMILIO (interrumpiendo con un gesto de la mano).- Vale, vale, no está mal… Y dinos, ¿cómo se titula el poema?
J. PONCELA.- “Insolvente”, señor.
(Las arrugas que surcan la frente de D. Emilio se hacen aún más pronunciadas. Vuelve a deliberar por unos segundos en voz baja con sus dos consejeros. Jardiel Poncela Sr., visiblemente contrariado, se acerca a su hijo para susurrarle algo al oído).
J. PONCELA Sr..- Hijo, la cosa pinta francamente mal. No se puede presentar uno ante el Altísimo así sin más, con las manos vacías…
D. EMILIO.- Bueno, chico. Como ves, hemos estado discutiendo tu caso. Rodrigo opina que deberías quedarte eternamente flotando en el limbo, mientras que José Antonio es partidario de mandarte al otro Paraíso, el comunista. No obstante, creo que allí han cambiado mucho las cosas al hacerles Hugo Chávez y Pablo Iglesias el relevo generacional a Marx y Lenin. Por ello, te daré una última oportunidad de quedarte con nosotros. Contesta rápidamente: ¿cuál es tu opinión acerca del capitalismo neoliberal?
J. PONCELA.- ¿Honestamente, señor?
(D. Emilio cabecea afirmativamente. Jardiel Poncela mira indeciso a un lado y a otro, como buscando ayuda. Su padre permanece cejijunto e impertérrito. Finalmente, tras emitir un fuerte carraspeo, hace una respiración profunda y se dispone a hablar).
J. PONCELA.- Honestamente, creo que el capitalismo neoliberal es el mayor de los pecados. Que me traen al pairo sus paraísos fiscales y que, por lo que respecta a ustedes, voy a mostrarles mis respetos, obsequiándoles con una reverencia ante su Altar.
(Jardiel Poncela se da la media vuelta y les hace un calvo a los tres. Rodrigo Rato se rasga las vestiduras. José Antonio Moral Santín se lleva las manos a la cabeza, donde acaba de cagarle la gaviota. D. Emilio consigue a duras penas dominarse y se dispone a dictar sentencia con voz lo más templada posible, ante el gesto atemorizado de Jardiel Poncela Sr.).
D. EMILIO.- Mucho me temo que no me dejas otra alternativa que la de mandarte de vuelta al infierno, en vista de tu total falta de arrepentimiento.
J. PONCELA (sorprendido, mientras vuelve a subirse el pantalón del pijama).- ¿De vuelta? ¿Cómo que de vuelta?
(Rápidamente se produce un fundido en negro. Al volver a iluminarse el escenario, aparece Jardiel Poncela tendido sobre la mesa de operaciones de un anónimo quirófano de la Seguridad Social, con los médicos aplicados en darle masaje cardíaco. Jardiel Poncela se incorpora bruscamente, escapándosele, al hacerlo, una ruidosa ventosidad).
DOCTOR 1º (sin osar quitarse la mascarilla, por razones obvias).- Creo que ya está definitivamente recuperado.
J. PONCELA.- ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
DOCTOR 2º.- Está usted en un hospital. Sufrió un ataque cardíaco. Hemos conseguido salvarle in extremis. No se imagina la suerte que ha tenido. Le dábamos prácticamente por perdido.
J. PONCELA (palpándose con incredulidad).- Entonces… estoy vivo. Todo ha sido una alucinación, seguramente.
DOCTOR 2º (aparte, bajándose la mascarilla).- Otro que nos va a salir con el rollo de la luz al final del túnel.
J. PONCELA (levantándose, en calzoncillos, de la mesa del quirófano).- Bueno, lo importante es que me puedo ir ya, ¿no?
DOCTOR 2º (sujetándole por el brazo).- ¡Un momento! No tan deprisa…
DOCTOR 1º (que aún no se ha quitado la mascarilla).- Tiene usted que pagar doce mil euros por la operación. Con los nuevos recortes, el servicio ya no se incluye dentro de la Seguridad Social. Mientras no lo haga, nos veremos obligados a recluirle en la sala de morosos.
(Jardiel Poncela se queda mirándole, atónito, durante unos segundos, para luego dejarse caer prosternado sobre el suelo del quirófano. A continuación, rompe a llorar convulsivamente y, juntando las manos, mira al techo y se dispone a entonar una oración).
J. PONCELA.- Padre nuestro, que estás en los cielos; cuantificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu capital. Hágase tu voluntad, así en la troika como en Wall Street. No nos quites nuestro pan de cada día, dejándonos sin trabajo. Y perdónanos, al menos, los intereses de la deuda, así como nosotros perdonamos al ejército de mangantes y chorizos que nos han conducido a esta situación. Y no nos dejes caer en números rojos, mas líbranos de la falta de competitividad.
(Al terminar Jardiel Poncela su plegaria, el público murmura un quedo “amén”. Seguidamente, Jardiel, en claro acto de contrición, dirige, abatido, la mirada al suelo. Poco a poco va cayendo el telón).
THE END
Jardiel Poncela