“Nada es tan resistente al paso del tiempo como el tópico”, dijo Sir Arthur Conan Doyle. Esto es así, incluso en el lenguaje. Hace ya mucho tiempo que sabemos que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, y no al contrario. Sin embargo, seguimos diciendo que el sol “sale” por el este y “se pone” por el oeste. O “te seguiré hasta el fin del mundo”, aunque sepamos de sobra que el mundo es redondo y, por lo tanto, no tiene fin. De igual modo, seguimos aplicando (o se siguen aplicando ellos mismos) la etiqueta de “progresistas” a los partidos de la izquierda del arco parlamentario. Pero… ¿responde la realidad a esa etiqueta?
Hace algún tiempo comentaba Ramiro Pinto en su blog que, así como la derecha nos trata como si fuéramos niños, repartiendo caramelos o amenazando con castigos según nos portemos bien o mal, la izquierda acostumbra tratarnos como si fuéramos perritos, sacándonos a pasear. Una prueba de lo primero la tenemos en el incremento notable de ciertas partidas presupuestarias de cara a la obtención de réditos electorales en las próximas elecciones (incrementos que sin duda responden, en buena medida, a los vaticinios favorables de las encuestas), y un reflejo de lo segundo lo encontramos en la proliferación de mareas multicolor (marea blanca, marea negra, marea verde, marea púrpura, marea arcoíris…) que han venido tiñendo el paisaje urbano español de un tiempo a esta parte. Si tuviera que resumir con un solo término la impresión suscitada en mi ánimo por estas polícromas movilizaciones, dudaría entre escepticismo y decepción.
Por otra parte, tenemos el fulgurante ascenso de ciertas fuerzas políticas emergentes, que comenzó el año pasado tras conseguir un espléndido resultado en las elecciones europeas y parecía haberse consolidado este año, tras la celebración de los comicios municipales y autonómicos. Eran muchos quienes veían en Pablo Iglesias a ese líder carismático que se echaba de menos desde los primeros tiempos de Felipe González, con un diagnóstico lúcido de la situación política y social, y en Podemos a la fuerza política capaz de romper la hegemonía del bipartidismo y articular un discurso alternativo de izquierdas, que sirviera de revulsivo tanto a la tibieza y creciente aburguesamiento del PSOE como al ideologismo rancio de IU, basado en gestos teatrales cargados de efectismo y en consignas vacuas y obsoletas. Pero la decepción no ha podido ser mayor tras los continuos bandazos de esta formación en materia programática, el espectáculo poco edificante dado por algunos de sus líderes y la orgía de desenfreno demagógico a la que parecen haberse entregado los equipos de gobierno de aquellas ciudades en las que han conseguido la alcaldía.
Creo que la aporía de la izquierda responde principalmente a su incapacidad para resolver sus propias contradicciones internas, lo cual les lleva una y otra vez a caer en la vana liturgia de los eslóganes, que nos demuestra hasta qué punto resulta ser cierta la máxima de Nietzsche: “El que recurre al gesto es falso”. Parapetarse detrás de una pancarta, megáfono en mano, puede ser tarea fácil, pero, aunque parezca contradictorio, no lo es tanto sentarse en la butaca de un despacho y desde ahí dar solución a los problemas de los ciudadanos. Y así hemos asistido a la lenta disolución del azucarillo del ruido mediático en el día a día de la actuación política, una vez roto el espejismo de su aparente pujanza. Acciones tan urgentes como la adopción de medidas contra la pobreza energética brillan por su ausencia en los ayuntamientos de izquierda recién electos, si bien no han faltado toda suerte de gestos inútiles e histriónicos, como los cambios de nombres de calles o la retirada de bustos del rey Juan Carlos. Por no hablar de los destellos de nepotismo que hemos tenido ocasión de vislumbrar recientemente, y que constituyen un preocupante síntoma del creciente aburguesamiento de estas formaciones, cada vez más cercanos a la vilipendiada “casta”. Y, por supuesto, habría que añadir los numerosos escándalos de corrupción en que se han visto involucrados sindicatos y partidos de izquierda en general, con episodios tan siniestros como los ERE de Andalucía, el fraude de los cursos de formación o la implicación de destacados militantes del PSOE e IU en los desafueros de Bankia (a menudo parece que se nos ha olvidado). Se podrá argumentar, con razón, que estos son hechos aislados que afectan tan solo a una minoría de personajes con pocos escrúpulos, pero no nos llamemos a engaño. La proliferación de este tipo de conductas censurables dentro de la izquierda se debe, ante todo, al hecho de que ésta se ha dejado asimilar motu proprio a las estructuras de un neoliberalismo intrínsecamente perverso y corrupto, que, como las células cancerígenas, termina por extenderse a todo el tejido político y social. Como ya hemos manifestado en alguna ocasión, no es que en el sistema haya individuos u órganos corruptos, sino que el sistema es en sí corrupto y esta corrupción termina tarde o temprano por afectar, como una gangrena, a todos los órganos.
Quizá haya que retroceder unos veinticinco años para encontrar el punto de inflexión en que las señas de identidad de la izquierda comenzaron a difuminarse, tras el fallido intento de Mijaíl Gorbachov por liderar la perestroika del socialismo en la desparecida URSS. Los ideólogos neoliberales han sabido aprovechar el malogro de dicho proceso para achacar la corrupción y penuria desencadenadas en Rusia tras el golpe de estado perpetrado por Boris Yeltsin, a las deficiencias o taras inherentes al marxismo. Pero dicho diagnóstico no se ajusta a la realidad. En un interesante libro titulado Perestroika: un mensaje a Rusia y al mundo entero, el que fuera último presidente de la Unión Soviética lleva a cabo un análisis sorprendentemente lúcido y crítico sobre los logros y sombras del comunismo. No me cabe la menor duda de que, si las pretensiones reformistas de Gorbachov no se hubieran visto dramáticamente truncadas por su enemigo político, Este y Oeste hubieran caminado de la mano hacia una síntesis de los dos sistemas que, a todas luces, ofrecería a la humanidad un horizonte mucho más justo y esperanzador que el que se perfila ahora. En este sentido, conviene descartar con firmeza el tópico manido de que el experimento comunista terminó en el más absoluto fracaso. No sería justo y, además, es rotundamente falso. De hecho, muchas de las estructuras de nuestro actual estado del bienestar y de los derechos sociales que ahora disfrutamos en Occidente, fueron el resultado de la presión que ejercieron los movimientos sindicales y obreros, de raigambre marxista, sobre el capitalismo (y que ahora el credo neoliberal está tratando de neutralizar a toda costa). Pero sí que el marxismo cometió un error garrafal, que fue su empeño por socializar los medios de producción, en detrimento de la iniciativa privada. Con ello se levantó una espuria torre de marfil, ajena a los vaivenes del mercado y de la economía real, en la medida en que se vio adulterado el principio básico por el que se rige ésta: la ley de la oferta y la demanda. Conscientes en su fuero interno, muy a su pesar, de la inviabilidad de este esquema, las fuerzas autodenominadas “progresistas” tratan de afirmar sus señas de identidad mediante la apropiación ideológica de una serie de conductas que ellos consideran “su” patrimonio, y que van desde el republicanismo más rancio hasta los derechos del colectivo “gay”, pasando por el anticlericalismo o el feminismo rampante. Como si el ser homosexual, o el ser republicano, fuese sinónimo de ser de izquierdas. O al revés. Como si el simpatizar con los partidos o movimientos de izquierda fuera incompatible con las creencias religiosas o con la defensa de los derechos de la mujer (que no tiene por qué ir en menoscabo de los derechos del varón, como parece considerar el sector más ortodoxo de la izquierda al oponerse, por ejemplo, a la custodia compartida de los hijos en caso de divorcio).
Si aspira a sobrevivir, la izquierda deberá ceder en alguno de sus dogmas y aceptar la iniciativa privada y la libertad de mercado, lo mismo que el capitalismo tuvo en su día la previsión suficiente para avanzar en materia de derechos sociales, y así evitar ser fagocitado por el marxismo emergente. Debe hacer de la socialización de los medios de consumo (Renta Básica) su nuevo principio vertebrador, renunciando definitivamente a la socialización de los medios de producción, que constituye la piedra de toque del comunismo. La filosofía inherente a ello es clara: garantizar a todos los ciudadanos la supervivencia y un mínimo de dignidad, y luego dejar que el libre mercado actúe. El eclecticismo y el pragmatismo deben de sustituir al vedetismo mediático y al falso progresismo. De nada servirán las protestas y movilizaciones callejeras sin un objetivo alternativo claro, que ayude a volver a generar ilusión. Es hora de que demagogos y aficionados de todo pelaje se hagan a un lado y dejen el camino expedito a los pensadores serios, que prefieren llevar a cabo su labor callada en la sombra, alejados de los platós de televisión. Pablo Iglesias debe ser nuestro modelo, sí, pero el de la boina; no el de la coleta.
Jardiel Poncela