Archivos Mensuales: febrero 2016

El precio de la fama

Fama

Esta mañana escuché por la radio la canción de la película Fama, que lo sería luego de la serie del mismo título, que habría de ocupar la sobremesa de los domingos durante buena parte de la década de los 80 (época legendaria en la que tan solo existían dos canales). Una mezcla de nostalgia y curiosidad me llevaron a rastrear en la wikipedia lo que había sido de su protagonista, el actor y bailarín Gene Anthony Ray, célebre por su encarnación del carismático e indisciplinado Leroy Johnson. Me quedé absolutamente perplejo al comprobar que lleva nada menos que… ¡trece años muerto! Como también imagino que se me debió de quedar la mandíbula colgando al averiguar cuál fue la causa de su prematuro fallecimiento en 2003 (contaba entonces 41 años): era, al parecer, seropositivo. Leí también que su carrera artística nunca volvió a remontar tras echar la trapa Fama, después de sus cinco años de emisión. Una sucesión ininterrumpida de fracasos cinematográficos, aderezados con alcohol y drogas, jalonarían su periplo en aquel viaje sin retorno que tendría en la autodestrucción su corolario lógico e inevitable.

El caso de Ray es uno de tantos, desde Mozart hasta Joselito, que se ven abocados al abismo cuando una fama obtenida demasiado pronto, o demasiado rápido, decide repentinamente dar la espalda. “Cómo es posible que hayan dejado de quererme”, es sin duda la pregunta que, a modo de gota china, sofoca a estos repudiados de los dioses, arrastrándolos implacablemente a la perdición o la locura. Sin caer en la cuenta de que la fama tiene mucho (demasiado) de esposa caprichosa, al depender en bastante mayor medida de los designios humanos que de los divinos. Verse encumbrado a su pedestal conlleva el peligro de llevarse un formidable batacazo al precipitarse desde él, o bien de que el pedestal se acabe convirtiendo en una cárcel invisible de la que resulta imposible zafarse, a la manera de Simón el Estilita o el Rey Midas, tal y como les ocurriera, por ejemplo, a los malogrados Michael Jackson o Whitney Houston. En el caso que aquí nos ocupa, podríamos añadir el pintoresco agravante del actor que se ve fagocitado por su personaje, patología que aparece espléndidamente reflejada en la película Birdman, de Alejandro González Iñárritu (muchos otros ejemplos podemos encontrar en la historia del cine, desde El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, hasta la más reciente The Artist, en la que se nos describe con impecable y dramática precisión el proceso de degradación interior del protagonista, visualizándolo como si de vivencias externas se tratara). En un libro memorable titulado Biografía del fracaso, Luis Antonio de Villena nos cuenta la peripecia vital de una serie de personajes atormentados (que van desde el pintor Caravaggio hasta el actor James Dean), para quienes ciertamente la genialidad tuvo más de condena que de regalo de los dioses.

Seguro que muchos recordamos las palabras con que la profesora de baile (Debbie Allen) arengaba a sus alumnos el primer día de clase: “Tenéis muchos sueños. Queréis la fama, pero la fama cuesta. Pues aquí es donde vais a empezar a pagar: con sudor”. Lo que no les dijo Debbie Allen a sus muchachos fue que la fama podía ser también un regalo envenenado, que llegara a resultar tremendamente indigesto, como casi todo en esta vida, cuando se toma sin ninguna moderación. Porque corres el riesgo o bien de que se te acabe, o de que te siente mal. De poco habrían de servirle a Gene Anthony Ray (cuando aún se estaba rodando la serie) sus enérgicas proclamas de que él no tenía nada que ver con el personaje de Leroy Johnson. La triste realidad es que Leroy Johnson terminó por destruir a Ray, y su sombra habría de perseguirle obsesivamente durante el breve resto de sus días. Algo así como si, finalizado el Carnaval, fuéramos incapaces de despojarnos del inocente disfraz que nos ha estado proporcionando diversión durante las horas precedentes. Pocas pesadillas tan inquietantes se me ocurren (la imaginación de un escritor siempre está elucubrando, en busca de nuevos argumentos). Entonces veríamos lo poco que se sostendría el tópico de que es ese día el único en el que somos de verdad nosotros mismos. En este, como en tantos otros ámbitos, resulta sumamente peligroso el aplaudir como muestra de ingenio lo que es, en el fondo, una ocurrencia trivial.

De todos modos, tampoco vayamos a caer en la tentación de demonizar en exceso los peligros de la fama, imitando la reacción de la zorra al contemplar el racimo de uvas. En honor a la verdad, no se les veía demasiado frustrados a los que se paseaban ayer por la alfombra roja de los Premios Goya (políticos incluidos). Si se trata de acabar con una frase, propongo una que le espetan al personaje de Roberto Benigni en la película de Woody Allen A Roma con amor: “La vida es terrible tanto cuando se es rico y famoso, como cuando se es pobre y desconocido. Pero, puestos a elegir el mal menor, sin duda me quedo con la primera opción”.

Jardiel Poncela

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