La curiosidad mató al gato

Dicen que la curiosidad mató al gato. A nosotros, si no matarnos, no vayamos a ponernos tan trágicos a estas horas de la mañana cercanas ya al mediodía, lo que nos jode la vida es aspirar año tras año a demasiada felicidad, sin desfallecer nunca por lograr tan estúpida quimera. La Felicidad, con mayúscula, nos es impropia, reconozcámoslo. A todo lo más podemos aspirar a algún que otro retal de ella con el que ir tirando para soportar la carga de lo malo o lo peor que nos tiene reservado generosamente, sin pedir nada a cambio, este nuestro triste existir que no se cansa de regalarnos infelicidades como no nos cansamos nosotros de ambicionar Felicidad. En el ínterin se nos va pasando el vivir. No sé a ustedes, pero a mí es mentarme la dicha y entrar casi en estado de shock. No porque desconfíe de la buena voluntad de ese prójimo que parece deseártela sinceramente (aunque también haya hipócritas a quienes les de dos patadas esa dicha tuya) sino porque a estas alturas del filme, uno va adivinando que el guionista acostumbra a preferir un mal final. Son demasiadas décadas viéndolas de todos los colores como para ahora pensar algo distinto. Además, si das por hecho que tarde o temprano (y acostumbra a ser más pronto que tarde) las cosas se van a torcer, al menos no te pilla con el paso cambiado. Quizá Einstein tuviese razón y resulta que Dios no juega a los dados; lo que es la existencia, casi estaría por asegurarles que sí; que juega a los dados, a las cartas y hasta a las chapas.

El recuerdo que guardo de mi adolescencia, en la que entré demasiado joven y tardé en dejar atrás más de la cuenta -tan precoz para algunas cosas y tan torpe para otras; las más importantes, justamente- me retrotrae a un pasado pegado al teléfono esperando una llamada que jamás llegó. En esa época las llamadas no es que fueran muchas y si estaba en casa procuraba atenderlas yo. Pero nunca resultó ser el bueno de Jesús Antonio de la Cruz,»Toño», leonés y componente del glorioso equipo que capitaneado por Johan Cruyff ganase la Liga de 1974 y a quien mi tío conocía, convocándome a una prueba en el Barcelona. Por alguna razón obvia que entonces se me escapaba (o puede que no; ingenuo ergo crédulo como siempre fui, me esforzaba en creer lo contrario tratando inútilmente de no caer en el desánimo) me obstinaba en negar lo evidente: de ningún modo iba a llegar esa convocatoria. Que para Álvaro, mi mejor amigo desde la infancia, ese tiempo que malogré tan tontamente no significase nada, era otra discrepancia más entre los dos. Como el hecho de que habiendo estudiado Filosofía, hoy conduzca un BMW. Álvaro tampoco ve nada extraño en ello, mientras yo tengo para mí que algo no acaba de cuadrar. Quizá lo que menos cuadre sea precisamente lo que a Álvaro le parece normal: si se trata de conducir, no tiene por qué ser malo de suyo que la berlina sea alemana. ¡Nos ha jodido! ¡Pero es que aquí no se trata de conducir, Álvaro, sino de mi vida!

Después de haber desperdiciado una larga adolescencia dándole patadas a un balón y esperando una llamada que nunca se produjo, me hice mayor.  Decidí, creo haberlo dicho, estudiar Filosofía. Con la perspectiva que solamente dan los años aquella ha sido de las pocas decisiones importantes acertadas que he tomado en la vida y fue casi por casualidad. Como dice Borges, de tomar la calle de la derecha en vez de la de la izquierda pende la suerte de toda tu vida. Y yo tomé por Filosofía en vez de por Derecho. Lo cierto es que me daba lo mismo, pero la persona que me atendió cuando quise matricularme en la facultad de Derecho, una mujer de edad indefinible, resultó ser una antipática a quien mis dudas parecían importarle un comino, lo que era perfectamente comprensible; no me lo pareció, en cambio, el intolerable desinterés de aquella arpía por su trabajo, que fue lo que me llevó a tomar otro rumbo. En esos casos conviene no precipitarse con decisiones drásticas de las que luego tengas que arrepentirte, así que opté por probar mejor suerte en la facultad de Letras y al paisano que me atendió esa vez debí caerle bien, el caso es que a los quince minutos ya me había matriculado en Filosofía y sólo uno después lo estaba celebrando en un estado de sobreexcitación absurdo e infantil, convencido de haber tomado la mejor decisión de mi vida, en el bar donde acabaría pasando los mejores momentos de la carrera. Acabarla y abandonarla casi a la vez que Marcela, la novia de la que estuve perdidamente enamorado, hizo lo propio conmigo, fue todo una. Se juntaron en un mismo acto por alguna fatal contingencia un gran error y un acierto de parecidas dimensiones: el error fue dejar la Filosofía por una mierda de trabajo con la inadmisible excusa de que incluso los licenciados en Filosofía (siempre tuve reparo a considerarme algo más que eso: un simple licenciado) también teníamos que comer. Quien acertó fue Marcela, que una vez más volvió a demostrar una cordura envidiable al alejarme de su vida; decisión de la que jamás se habrá alegrado lo suficiente.

Con semejante currículo, al que cabría añadir que a fecha de hoy el único valor que he sido capaz de atesorar no alcanza ni para decidirme a cambiar de marca de café, se entiende que la felicidad deba buscarla en los retazos aquellos. Felicidad en tono menor reservada a humanos como yo y a perros sin pedigrí consistente en saborear no sin placer sencillas rutinas diarias como desayunar todas las mañanas dos tostadas con mermelada, pasar a saludar los sábados a mi librera o releer alguno de mis autores favoritos. Conducir no me gusta, ni tampoco los gatos. No puedo negar que como ellos aún siento curiosidad por ciertas cosas; pero odio ese afán desmedido y enfermizo por estar informado de todo; esa extravagante estupidez justificada en la necesidad de estar al día de cualquier chisme, del más mínimo detalle, del por qué de cualquier asunto aunque no tenga la menor importancia.  En realidad el conocimiento está en las antípodas de una actitud tal. Dimitir de la racionalidad como este país nuestro, aunque eso sea otra materia, es lo que acabará, a no remediarlo, por pasarnos factura. Casi mejor, pues, andar a trompicones detrás de la maldita Felicidad. O hacer como Álvaro, que ante ese reto inmenso que es echar para adelante, hombre pragmático como pocos, él siempre se inclinó por bajar al bar a tomar una última copa y esperar a ver si la ventura venía en el próximo tren.

Phil O’Hara

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2 pensamientos en “La curiosidad mató al gato

  1. No hay pensamiento tan pueril como el de aspirar a la felicidad. A lo que verdaderamente aspira el ser humano es al placer, que muchas veces acaba por destruirnos. No hay manera de convencer a un alcohólico de que deje de beber, por mucho que le expliquen que eso es malísimo para el hígado, etc. Como, supongo, será perfectamente inútil recomendarle a usted que no lea tanta filosofía, señor O’Hara. Por lo que a mí respecta, pienso seguir disfrutando de sus magníficos escritos, de una lucidez tan inquietante como arrolladora, aunque eso suponga el agravamiento inevitable de mi depresión congénita. Ya habrá tiempo después de recurrir a la fluoxetina y a la psicoterapia. Lo mismo que el que tiene el colesterol alto y se toma disciplinadamente la pastilla después de embucharse el bocata de chorizo. A eso le llamo yo tener las prioridades claras. Con un par.

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  2. Phil O'Hara dice:

    Pues con un par; o con dos, como apuntaría Groucho en un nuevo alarde de ingenio, esta vez del género matemático.

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