¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!

Ese domingo íbamos a disputar una final de la Copa del Mundo, o de la Champions; aquello iba a ser por lo menos como un Manchester-Bayern. En el último entrenamiento antes del partido, el «negro» Arauz no se entretuvo demasiado en cuestiones tácticas: <<Quiero que corráis como perras>> fue cuanto dijo; de líneas de tres atrás, dobles pivotes, carrileros largos, cuatro-cuatro-dos o cuatro-tres-tres, ni media palabra. La sesión concluyó con una arenga de ésas que lo mismo valen para invadir Polonia que para afrontar el partido del domingo: el «negro» nos amenazó con rebanarnos la minga si se nos ocurría salir de juerga el sábado: <<Os quiero a las diez en casita a todos, cabrones; que no me entere yo de que alguno salió el sábado.>>

Así que el sábado, después de cenar, bajé al bar a tomar un cortado con la intención, lo juro, de volver pronto a casa, ver un rato en el televisor el «Un, dos, tres, responda otra vez» y acostarme a una hora prudencial; no por temor a la nada velada amenaza del «negro» sino por cierta ansia de gloria. Imaginaba que de lograr el soñado ascenso, los once pasaríamos a ocupar ya para siempre un lugar en la memoria colectiva del pueblo. Subir de categoría tenía que ser lo más parecido a ganar la Copa de Europa y eso era más que suficiente para sacrificar un fin de semana de farra; ya habría ocasión de salir a celebrar la victoria o de ahogar en vino las penas caso de no lograrla; ese sábado tocaba quedarse en casa.

A medio cortado apareció Joan Matas, titular en la medular, capaz de correr como un condenado los noventa minutos, que lo más seguro es que hubiese nacido con tres o cuatro pulmones el hombre, y vino a sentarse a mi lado en la barra del bar. Se pidió él también un cortado, con leche natural, y tras engullirlo de una vez, me dijo que por qué no nos acercábamos al pueblo de al lado a tomar una cerveza. Estaban en fiestas, habría buen ambiente y por tomarse una cerveza y regresar no tenía que ocurrir nada malo. <<Ya, pero y el «negro»…>>, dije yo. Media hora más tarde estábamos en el pueblo vecino, entablando conversación con un par de buenas mozas oriundas de allí. Cuando vi que Matas regresaba de la barra con cuatro gin-tonics supe que aquello iba a acabar mal. El plan primigenio era tomarse un par de cervezas, una cada uno, disfrutar un rato del ambiente y volver a casa. Que recordara, los combinados no formaban en absoluto parte de dicho plan. Y si las primeras copas no estaban en el programa, cuánto menos las segundas ni las terceras. Al cuarto gin-tonic no quedaba ni rastro del plan inicial. Eran las tres de la madrugada, entre copa y copa nos morreábamos con las dos mozas y entonábamos lo mismo el «Asturias patria querida» que el «¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!». Ganar, lo único que habíamos ganado era una tajada, ésa sí, de campeonato. La melopea que llevábamos encima era de época y todas las veces que tuve que ir a mear, que no fueron pocas, me despedí de mi dominga, a la que imaginaba rebanada de cuajo por el cuchillo blandido por las manos expertas del «negro» Arauz.

No podría decir con exactitud a que hora volví a casa, aunque recuerdo que había amanecido ya. Estábamos convocados a las cuatro de la tarde y a menos veinte mi padre logró la hazaña de sacarme de la cama. Con el tiempo justo para meter la cabeza bajo el grifo de la bañera y recoger las botas y las medias, salí de casa a toda leche y llegué al campo sólo con diez minutos de retraso, una cara que era un poema y una resaca a cuestas de padre y muy señor mío. Cuando por fin hubimos acabado con el ritual de cada fin de semana de vestirse de corto con las botas calzadas y bien atadas nos sentamos en los bancos del vestuario, con el «negro» Arauz en el centro dispuesto a dar la alineación. Matas iba a ocupar su lugar en el once como habitualmente; tras él debía nombrarme a mi, pero no lo hizo. Para sorpresa de todos el míster me relegaba a la suplencia justo el día más importante de la temporada. He de confesar que lo primero que se me pasó por la cabeza fue si iba a ser capaz de la hombrada de no dormirme en el banquillo. Sospechaba que la decisión del «negro» tenía que ver más con la escapada de la noche anterior que con cuestiones meramente futbolísticas, aunque no tenía, aún, pruebas de ello. El partido se fue desarrollando por los cauces previstos: los nervios por conseguir nosotros el ascenso y nuestro rival el jamón -que era lo típico en aquellas categorías, demasiado humildes para tratar con maletines- atenazaban a todos y el juego era más embarullado que de costumbre. Se llegó al descanso con el resultado inicial pero al poco de reanudarse el encuentro el Besalú marcó el cero a uno en una jugada desgraciada: un balón mal despejado por nuestro portero rebotó en la espalda de un defensa y se coló en la portería. Disponíamos de media hora para dar la vuelta al marcador y lograr el ascenso a primera regional. Con cara de pocos amigos el «negro» me mandó a calentar a la banda. Cinco minutos después, antes de dejarme saltar al campo, me agarró del brazo y me dijo al oído: << Eres un pedazo de cabrón y por tu culpa no vamos a subir. Como no metas dos goles te juro por mis muertos que te corto los cojones. Esta me la pagas.>>

El partido acabó tres a uno y logramos subir de categoría. No metí dos goles, aunque sí el del empate, de churro, pues el chut me salió mordido. Con el pitido final vi al míster saltar al terreno de juego y hasta que no se fundió en un abrazo con nosotros no tuve claro si venía a cumplir su amenaza o a felicitarnos por la gesta. La angustia que pasé durante unos minutos debió ser por lo menos tan grande como la decepción del Besalú por quedarse sin jamón. Desde aquel fin de semana si en alguna ocasión el «negro» volvió a aconsejarnos no salir de casa, crean que no bajé ni a tomar el cortado, sólo por no encontrarme con Matas; aunque dudo mucho, la verdad, que tal cosa volviese a suceder jamás.

Phil O’Hara

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2 pensamientos en “¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!

  1. Desternillante sería poco para calificar su gesta, señor O’Hara. Todavía me estoy secando las lágrimas provocadas por la risa. Diría que es el mejor de las antidepresivos, tras la decepción balompédica de ayer. Suerte que mi amigo Luis (a quien usted seguramente recordará) tuvo a bien pasar olímpicamente del partido, como el bueno de Matas, y salir conmigo a tomarse unos vinos. Quedarse rumiando el fracaso en casa hubiera sido insoportable. Me congratulo de ser en esto su discípulo aventajado de usted.

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  2. Phil O'Hara dice:

    No negaré que la hecatombe de ayer inspirara de alguna manera mis letras de hoy. Poco hay tan edificante como las derrotas. Y nada, desde luego, como unos gin-tonics bien servidos. Salude de mi parte a ese tal Luís. Si alguien entre ver un partido o tomar con usted unos vinos se decanta sin asomo de duda por esto último, merece por lo menos ser saludado.

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