El cura Zumárraga

Todos los días, después de comer, me echo una cabezada en el sofá. Enciendo la tele y el runrún de las noticias de la 1 me hace caer en un letargo tan breve como reparador. Y hasta sueño y todo. El otro día, por ejemplo, soñaba que era Henry Fonda en Tempestad sobre Washington y el maquiavélico Charles Laughton me despellejaba vivo en un debate parlamentario, recurriendo para ello a toda suerte de trucos dialécticos y florilegios verbales. Lo más parecido a los duelos de antaño entre caballeros, donde te pegaban un tiro por un quítame esas pajas pero, eso sí, lo hacían con una elegancia impresionante.

Entonces me despierto y, tras el consabido gesto de restregarme los ojos, ¿qué es lo que veo en la caja tonta encendida frente a mí? A un mamarracho rodeado de otros mamarrachos más despreciables y bajunos aún que él, ya que se prestan a hacerle la pelota en un patético ejercicio de lameculismo, jactándose de “haber echado a hostias de Sestao a toda la basura de inmigrantes”. Y que nadie piense que la escena estaba tomada de un reality show de esos que molan tanto ahora, rodado en las herriko tabernas de los bajos fondos de Euskadi o algo por el estilo. Nada de eso. Se trataba de un pleno del ayuntamiento de dicha localidad vasca, en el que el alcalde del PNV, Josu Bergara, explicaba su política de inmigración a los miembros de la corporación municipal. Entonces comprendí que había despertado y que no estaba en Washington, sino en esta triste y cutrescente España nuestra, siempre tan previsiblemente cañí, por muy abertzales que se pongan algunos.

Pocos días antes (tras soñarme James Stewart en Caballero sin espada) había oído a otro político ilustre alardear de superioridad intelectual sobre su contrincante electoral, la señora doña Elena Valenciano, con la que se mostraba sin embargo condescendiente por el hecho de ser mujer. No es que no coincida con el señor Arias Cañete al señalar que la candidata del PSOE, además de hallarse intelectualmente al nivel de los paramecios, es una impresentable y una hipócrita con doble moral, que todavía no ha dicho ni mu, por ejemplo, sobre la acusación de malos tratos que pesa sobre su compañero de partido, Jesús Eguiguren. Pero eso lo puedo decir yo, que ni presumo de ser un caballero ni aspiro a calentar ningún sillón, a fe mía. En un personaje público, candidato de su partido a las elecciones europeas, tales declaraciones resultan sencillamente inaceptables. Por cierto, no sé si alguien se acordará de que este señor tan fino, durante su anterior etapa como ministro de Aznar, hizo también gala de una sutileza dialéctica sin par cuando dijo en cierta ocasión que el Plan Hidrológico Nacional se aprobaría “por huevos”. Definitivamente, hay cosas que nunca cambian.

Alguien me dirá que está mal eso de hacer leña del árbol caído y que estos dos ínclitos personajes ya se han disculpado por sus respectivos exabruptos. No soy de natural rencoroso, y estaría absolutamente dispuesto a aceptar tales disculpas si fueran acompañadas de las dimisiones correspondientes. Quiero decir con esto que me parece muy legítimo pedir perdón por un desliz a nivel humano y personal, pero en modo alguno cabe disculpar semejantes actitudes ni en el alcalde ni en el candidato a las elecciones europeas. Parece mentira que haya quien no sepa deslindar los dos campos, o no quiera enterarse. Es, por decirlo de forma suave, un ejercicio de cinismo supremo.

Para mejor ilustrar estas reflexiones, me viene a la mente cierta anécdota de un amigo de mi padre que se llamaba Feliciano Zelayeta, y que era un auténtico fenómeno en materia de humor cáustico y mordaz, equiparable a Miguel Gila o al propio Groucho Marx. Voy a contaros la historia apócrifa del cura Zumárraga.

Se daba el caso de que el susodicho amigo de mi padre tenía una frase-latiguillo, que repetía constantemente y que tenía más de tic nervioso que otra cosa. Cada vez que se enfadaba por algún motivo, el bueno de Zelayeta se desahogaba exclamando voz en grito: “¡Me cago en el cura Zumárraga!”.

Pues bien; cierto día, en un medio de transporte público, el amigo Zelayeta profirió el susodicho estribillo, tal y como era habitual en él cada vez que le surgía alguna contrariedad. En aquella ocasión, coincidió que a una corta distancia de él hallábase sentado un clérigo a la antigua usanza, de los de sotana y teja, que al oírle le interpeló en estos términos:

-¿Le importaría explicarme por qué dice usted eso, hijo mío?

-No tengo ni idea, Padre –contestó Zelayeta, encogiéndose de hombros- Es una frase hecha que me da a mí por decir. Como, al fin y al cabo, el cura Zumárraga no existe…

-Creo que está usted en un grave error. Se da la circunstancia de que el cura Zumárraga sí existe y, además, está sentado justo enfrente de usted.

Zelayeta tragó saliva y se puso rojo como un tomate.

-¡Dios mío, qué vergüenza! Le pido mil perdones. Le juro que no tenía ni idea…

-Quite, quite –le interrumpió el cura Zumárraga, levantando la mano- Deje de jurar, no vaya usted a ofender, además, a Dios. Por lo demás, pierda cuidado. Como buen cristiano y como ministro de la Iglesia, naturalmente, mi obligación es perdonar. Ahora bien –añadió misteriosamente, haciéndole señas a Zelayeta para que se acercara a hablarle al oído-, déjeme decirle una cosa a título personal.

Zelayeta se le acercó, intrigado, y el cura tuvo a bien susurrarle muy quedo las siguientes palabras:

-La próxima vez, se caga usted en su puta madre.

Ignoro el careto que se le quedaría al bueno de Zelayeta al oír tan vesánica admonición, ni ello es demasiado pertinente para extraerle la moraleja a esta historia. Lo que sí tengo claro es que yo, si estuviera en la piel negra de los inmigrantes de Sestao, le diría exactamente eso a su alcalde.

 

Jardiel Poncela

 

 

 

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4 pensamientos en “El cura Zumárraga

  1. Phil O'Hara dice:

    Es ver escritos los nombres de prohombres como Fonda, Stewart o Laughton junto a esos otros de semejantes mamarrachos y ponerme de mala leche. A pesar de que su escrito es memorable, Cañete, Valenciano o ese alcalde de medio pelo no merecen ver sus nombres si no es junto al del algún mamífero de los que se aprovechan hasta sus pies, su morro y sus intestinos; eso si fuese el caso de que hubiese alguno bautizado y quizá ni así.

    La anécdota del bueno de Celayeta, amén de magistral, me ha hecho recordar a alguien a quien menté en el primero de los textos que vieron la luz en Dakota y a quien aún sigo echando de menos demasiadas veces. Saludos Jardiel.

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    • Comprendo sus reticiencias al ver mezclados los nombres de aquellas viejas glorias de la historia del cine con los de tales arrapiezos. Mi pretensión era contrastar el juego sucio (pero elegante en las formas al menos) de la política americana con los malos modos de este país de cavernícolas. Y denunciar la hipocresía de estos bodoques al pronunciar unas disculpas que no tienen ningún valor. Si me permite, señor O’Hara, creo que usted ha faltado al respeto a los cerdos (animales nobles y productivos donde los haya, todo lo contrario de estas sanguijuelas) al menos en idéntica medida. Dicho lo cual, añadiré que sé muy bien a quién se refiere (a él le debemos esta y tantas otras magníficas historias) y que yo también le echo de menos.

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  2. Adrián Montes Pazos dice:

    Puedo dar fe de la anécdota de Celayeta, a quien se le atribuyen muchas más hazañas humorísticas de la reseñada por Jardiel y que podrían servir para otros tantos escritos. Claro que cuando ves un burro junto a un hombre, a veces resulta difícil distinguir quien es quien. ¿El burro es el que profiere tamañas estupideces o más bien aquél que le vota y contribuye a mantenerle en su recompensado puesto?

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    • Estoy totalmente de acuerdo con usted. En cualquier caso, las boñigas de burro pueden ser también un buen abono para resucitar anécdotas tan entrañablemente suculentas como esta del cura Zumárraga. Propongo brindar por la memoria de San Feliciano Zelayeta (creo que se escribe con «Z»), así como, por supuesto, la de su insigne evangelista, Adrián Montes Badiola. Seguro que los dos estarán partiéndose de risa allá en las alturas, contándose cosas de los vivos.

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