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Yo tampoco soy del Madrid

Cuenta Tallón que una carretera sinuosa y una tarde fría camino de Cabeza de Manzanedo condujeron por caminos diametralmente opuestos a él y al Madrid. Si me detuviese a pensarlo quizá podría también yo contar las razones por las que, como él, tampoco soy del Madrid. De mi infancia guardo recuerdos poco nítidos que tienden a entremezclarse con historias alumbradas por una imaginación poco comedida. Es cierto que en el pueblo solíamos organizar a menudo partidillos de fútbol, y en ocasiones hasta tratábamos de emular a los clásicos que ya entonces, aunque muy de vez en cuando, retransmitían por televisión. En un lugar como aquel, tan pequeño, no era tarea fácil reclutar para la causa blanca a once chavales lo bastante hábiles con el balón como para que el partido se presumiese igualado y no acabase siendo una merienda de negros. En mi pueblo, en la provincia de Gerona, lo normal si te interesaba algo el fútbol, era sentir apego por los colores azul y grana y para poder juntar a once valientes dispuestos a enfundarse una zamarra blanca había que buscar hasta debajo de las piedras y torcer, además, algunas voluntades. Pero por jugar ese partido algunos éramos capaces de cualquier cosa: de traicionar principios de lo más sagrado, vendernos por bastante menos que un plato de lentejas o pasarnos al enemigo ni que fuese para que María Rosa, que estaba como un queso y llevaba loca a media pandilla, seguidora incondicional del equipo blanco, querencia que debió heredar de don Fulgencio Lanchas, su santo padre, socio del Real Madrid y teniente del destacamento en el pueblo de la Benemérita, se fijase en ti.

No recuerdo bien qué sucedió para que en uno de esos clásicos acabase yo en el bando de los del Madrid defendiendo una camiseta blanca. Traicionaría, claro, algún principio de ésos; aunque la idea no debió ser venderme por poco: con algo de fortuna y poniendo todo el empeño cabía la remota posibilidad de vencer a los de azulgrana y con la improbable victoria aspiraba, pobre iluso, a que María Rosa reparase en mí, flamante fichaje de los de blanco; e incluso, por qué no, que acabara por sucumbir a mis encantos balompédicos, que a cualquier otro hasta entonces no había hecho el menor caso. Por salir con la moza más de uno hubiésemos jurado en arameo; abjurar de unos colores y abrazar una causa tan gloriosa como la blanca se me antojaba, pues, pecata minuta. Vamos, que estaba dispuesto a aprender de memoria y recitar de carrerilla después a María Rosa el once de Molowny: Mariano García Remón, Sol, San José, Isidro, Benito, Vicente Del Bosque, Pirri, Stielike, Santillana, Juanito y Jensen.

Consumado el traspaso al bando rival y fijada la fecha de la contienda quedaba sólo aguardar pacientemente el día de autos. Cuando por fin el sábado a eso de las nueve y media llegamos los once vestidos de blanco al campo con tiempo suficiente como para tratar de organizar una táctica antes de empezar aquello, asomaron los primeros problemas: Doménech dijo que él jugaba de portero o se largaba de allí; de mayor, afirmaba, iba a ser como García Remón; argumento según él de una lógica irrefutable. Huelga decir que no pudimos convencerle de que iba a ser mucho mejor que ocupase cualquier otra demarcación, puesto que sólo se asemejaba al gran cancerbero del Madrid en que medía de ancho casi lo que García Remón de alto. Luego estaba lo de Miguel, que sin ser malo del todo con el balón se presentó con una lamentable camiseta imperio llena de lamparones. De no ser porque éramos solamente once creo que Rabasseda, el único que lucía una camiseta diríase que oficial, de esas con escudo y todo, le hubiese impedido, no sin razón, ser del equipo. Por su parte Martín, el hermano gemelo de Doménech (nadie lo diría; Martín era aún más obeso que su hermano), aseguraba encontrarse en plena forma y no concebía empezar a jugar un partido sin dar cuenta antes del bocadillo de chorizo que su madre le preparaba, decía, con tanto esmero. Ante semejante panorama a Puig le castañeaban los dientes y temblaban las piernas y no paraba de lamentarse y profetizar que nos iban a meter un gol para cada uno.

Lo cierto es que éramos una auténtica banda. Había perdido toda esperanza de tener algo con Rosa María. Nos iban a pasar por encima sin piedad; nos aguardaba un verdadero calvario. ¡Quién me mandaría abrazar unos nuevos colores con la peregrina idea de cautivar a la buena de María Rosa! Al final Puig se equivocó. Perdimos sólo siete a cero; aunque no fue lo peor. A María Rosa le dio por encapricharse de mi amigo Quim Güell, capitán de los de azulgrana. Y cuando regresé a casa hecho unos zorros mi padre me prohibió volver a jugar de blanco; no porque él fuese hincha del Barcelona; en realidad el fútbol apenas le interesaba; fue por no tener que poner tantas lavadoras. <<¿Que te has hecho del Madrid? ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que poner una lavadora cada vez que juegas un partido? Te haces otra vez del Barça, que así te ensuciarás menos. Y no se hable más.>> Y no se volvió a hablar. A un padre hay que hacerle caso, así que no sé si por las lavadoras o porque nunca logré que María Rosa se fijase en mí, el caso es que desde aquel lejano sábado el Madrid y yo transitamos también por caminos diametralmente opuestos.

Phil O’Hara

 

http://descartemoselrevolver.com/2013/01/16/por-que-no-soy-del-real-madrid/

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Lo único que he hecho en todo el día

Esto es lo único que he hecho en todo el día ¿Y qué es “esto”?, me preguntaréis.

Pues es algo tan inasible como tocar el viento, o atrapar un suspiro en una redoma, o tratar de esculpir las formas de las nubes o de las olas. Yo diría que aún menos: empeñarse por que la estela de un navío deje su cicatriz sobre el agua, o esforzarse por trazar sombras chinescas sobre un escenario de fondo negro, como el de aquel teatro que visité una vez en la ciudad de Praga. Recuerdo que una vez vi a unos callejeros que hacían pompas de jabón gigantes, inflándolas e inflándolas hasta alcanzar tamaños espectaculares. Pero al final acababan disolviéndose en el aire, igual que las pompas chicas. Y yo pensaba que el mismo destino tienen las palabras: las más estridentes y las más quedas, las más profundas y las más someras, las que son breves y las que son más largas.

Qué inútil todo, ¿verdad? Quizá debería haberme ocupado y preocupado por hacer algo de provecho: cosas tales como jugar en bolsa, especular recalificando terrenos o presentarme como candidato a la presidencia del gobierno. Tal vez debería haber fundado Microsoft o fichado por el Real Madrid, para ganarme el aplauso y la admiración de las gentes. O puestos a utilizar como herramienta las palabras, haber hecho algo que me aportara algún beneficio con ellas. Podría dedicarme a manipular las opiniones de la masa haciéndome con el control de algún periódico, o ganar el Premio Nobel de Literatura. O incluso, por qué no, podría haber cazado al vuelo la sugerencia de Woody Allen y haberme entretenido invadiendo Polonia.

El problema es a ver cómo se hace eso si no estás afiliado a ningún partido político, si no perteneces a ningún lobby financiero, si no eres bueno ni con los ordenadores ni con los balones, o si no tienes tanques ni ejército. Vaya desastre. No soy malo en el manejo de las palabras, no. Pero soy de natural pacífico. No se me da bien guerrear con ellas, ni tampoco hacer trucos de prestidigitación, para hacer ver al público que lo blanco es negro. En cuanto a eso de los premios literarios… Gané uno de niño, organizado por Coca-cola, con una redacción sobre la alteración del equilibrio ecológico a manos del hombre. Pero mi prometedora carrera literaria acabó ahí. Se ve que el niño creció y se volvió más viejo, pero no más sabio.

A veces, cuando estoy ocioso –es decir, casi siempre-, y no tengo a mano nubes que moldear ni suspiros que atrapar, me dedico a escuchar música. Se me da muy bien escuchar música. Tengo un montón de obras musicales metidas en la cabeza y, creedme, si inventaran algún artefacto que amplificara los sonidos guardados en el cerebro, podría deleitaros ahora mismo con los acordes de la Quinta Sinfonía de Tchaikowsky, de La flauta mágica de Mozart, del cuarteto La muerte y la doncella de Schubert, o de muchas otras obras que me pidierais. Podría formar una orquesta de un solo hombre, como aquel genio inglés de la música contemporánea… ¿Cómo se llama? Ah, ya lo tengo: Mike Oldfield, se llama. Pero Mike Oldfield sabe tocar todos los instrumentos que se le pongan por delante y yo no sé tocar ninguno, para mi desgracia. Se me da bien cantar, aunque nunca me haya presentado a OT, pero creo que perdí la voz, o que la dejé empeñada, cuando me cansé de oír el eco solitario de ella en este páramo yerto que es mi vida. Honestamente, ya no sé distinguir el eco del original. Como tampoco sé distinguirme a mí mismo de mi propia sombra.

Y, sin embargo, qué sensación de fatiga. Y es que no hay nada tan cansado como el no hacer nada. O, mejor dicho, no hay nada tan cansado como empeñarse en tallar las nubes, en cazar suspiros o en arañar sombras. O en lanzar palabras encendidas al viento, que siempre terminan por extinguirse bajo la lluvia, como las pavesas esparcidas de una hoguera. No hay nada tan cansado como el caminar despacio y ver cómo todos te adelantan, sin duda impacientes por concluir su carrera hacia la nada.

Así que ya lo sabéis, amigos míos. Esto es lo único que he hecho en todo el día. Perder un tiempo que ya estaba perdido de antemano, y caminar obediente, con paso lento pero seguro, hacia la noche definitiva.

Jardiel Poncela

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